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Mensaje 101: El loco de la calesita del tiempo
(Dedicado a
las calesitas de la Rambla, a ambos lados de La Galesa,
inevitables e
incuestionables paseos turísticos infantiles)
Sobraba el tiempo en
aquella tarde de verano. Los árboles de la plaza se
movían con un
acompasamiento lento y suave, cantando sus hojas como una
cascada de arroyo
de montaña. Cerca, una vez más, el mar.
Y el bullicio, que al tiempo de
permanecer allí es casi un silencio, el
griterío alegre de los chicos
colgados de los caballitos y las naves
espaciales de la calesita.
Decir
que el tiempo sobraba no es correcto, sino que aquí no hace falta
fabricar
relojes para entender al tiempo, porque acá el tiempo no pasa,
mejor dicho,
pasa pero a veces se detiene y otras veces hasta vuelve para
atrás.
Desde
lejos las hamacas sembradas de trenzas y flequillos parecían no
moverse a
pesar de su vaivén continuo y los colores brillantes de las
remeras sueltas
eran como crestas de espuma de olas al sol.
Mirando estaba la rotación
cadenciosa de la calesita, esperando que pasara
de nuevo el panel del Ratón
Mickey y un poco más adelante la cara de una
niña sonriente y luego, en una
ráfaga de años y de niños, me vi ahí.
Estaba agarrado con fuerza a un perro
Pluto que subía y bajaba y me acercaba
a un señor de gruesos bigotes que
revoleaba la sortija. El piso era de
tierra y Pluto estaba bastante
deteriorado, mareado diría de dar tantas
vueltas sin cesar. Sonaba un disco
rayado de Balá pero casi no lo escuchaba
de tan concentrado que estaba en
atrapar esa sortija escurridiza. Me agazapé
cuando el giro me colocó frente a
la mano del calesitero, estiré todo lo que
pude mi brazo pero la sortija una
vez más se me escapó de los dedos, de
nuevo a esperar otra vuelta, otra vez
será.
El tiempo me puso, no por coincidencia, en otro domingo soleado como
éste,
uno de esos domingos de acostarse temprano y de pasar el rato viendo a
un
vecino lavar el auto mientras en la radio suena un partido.
El mar y el
horizonte se mezclaban con el contorno oscuro de un barrio bajo
y gris como
los atardeceres de domingo.
Otra vez me aferré con un brazo al cogote
resbaloso de Pluto y me estiré
todo lo que pude, casi sacando la cola
completamente afuera del lomo del
perro. El calesitero, o por distraído o
por
verme tan decidido, dejó la mano quieta por un instante y de un solo
zarpazo
le arrebaté la sortija imposible. La alegría se me escapaba por los
poros,
gritaba y me reía con el aro de metal definitivamente mío. Aunque esto
sea
difícil de creer para mí que soy un hombre grande, estaba feliz.
El
ruido de un chico que pasó a mi lado masticando papas fritas me devolvió
a
este tiempo, lo cual es un decir, porque acá el tiempo no anda siempre
para
adelante, sino que va y viene como se le ocurre, principalmente cerca
del
mar, donde se detiene del todo.
Me levanté de la silla de plástico y me fui a
caminar por la rambla. El
viento fresco de la costa presagiaba la inminente
caída de la tarde y las
primeras luces se encendían en los barcos del muelle.
Caminé hacia mi casa
con una sonrisa en la boca. Un amigo que encontré en una
esquina me vió
reír casi a carcajadas y me preguntó
si estaba loco o había
empezado a beber desde temprano. "No, por?" le dije
sin dejar de sonreír y
aferrando con el puño la sortija celosamente guardada
en un bolsillo de mi
pantalón corto.
El Bardo (Carlos Alberto Nacher)
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