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Mensaje 67: Sigo culinariando
Debido al resonante éxito que tuvo el mensaje anterior (66 -
Torta galesa)
donde se revela la fórmula para preparar la torta galesa, uno
de los
principales secretos de la cocina galeso-neopatagónica, éxito que se
dio
principalmente entre varios de nuestros lectores coterráneos, es decir,
que
viven por acá cerca y que se acercaron a mi domicilio a manguear un cacho
de
torta y como no había torta ya que últimamente (aunque el Indec lo
niegue)
hubo un considerable aumento en el precio de la manteca, del polvo
para
hornear y del dulce de leche tortero, igualmente se aferraron
arteramente a
la damajuana de vino que tenía reservada para el sábado que
daban Almagro -
Deportivo Morón justo ahora que Almagro anda bárbaro y va
segundo a tres
puntos de Huracán.
No obstante, gracias a esta gran
respuesta, en este nuevo mensaje voy a
continuar develando uno más de los
infinitos misterios de la comida
patagónica.
La Patagonia, a pesar de la
escasez de gente y de estar relegada a la última
posición en orden de
importancia para la totalidad de los gobiernos
nacionales a un punto tal que
ahora hasta nos quieren sacar el descuento en
la nafta, a duras penas también
puede incluirse dentro de la Argentina, que
a su vez está en una de las
últimas posiciones de importancia en el contexto
mundial aunque nosotros nos
creamos que somos los mejores del mundo, sobre
todo después que el Diego
gambeteó a cinco y le hizo el gol a los ingleses.
Por ende, la gran meseta
del sur, cuna de grandes dinosaurios y de pequeños
subsidios posee, como
argentina que es, habitantes de los más diversos
orígenes, etnias y apetitos
que le dan una tremenda variedad de alternativas
y metodologías al momento de
poner algo en la cacerola. (O sea, que qué
parecida que es la Patagonia a New
York con esto de "crisol de razas", somos
igualitos, si me parece ver al
Empire State atrás del médano aquel, y
aquellas crestas que se ven opacas a
través del golfo, serán los edificios
de Manhattan, serán?).
Continuando
con mi postura que cada vez se torna más frecuente de hacer
bastante poco y
pasar el tiempo mirando en la tele a Utilísima Satelital,
lejos el mejor
canal del momento, estaba junto al cuis que improvisaba una
poesía nueva que
próximamente se las diré, bebiendo unas latas de Quilmes
recién sacadas de la
nevera y viendo "Todo dulce" con la conducción de la
simpática Maru Botana
que estaba haciendo una torta, qué digo una torta, era
un tortón, era
realmente un vicio romano con salsa de frambuesa, crema de
chocolate blanco a
paladas y un bizcochuelo hecho con harina, cuatro huevos,
esencia de vainilla
y oporto y como siempre ocurre en estos casos en los que
uno ve la torta en
todo su esplendor pero no la puede morder, igual que
cuando uno ve Baywatch
pero no puede tocar (o viceversa lo de morder y
tocar), la imaginación
comienza a galopar y galopar por entre los arbustos
bajos de la planicie
patagónica y los ratones ahora hambrientos, corriendo
por todos lados del
campo infinito y metiendo el hocico en cada cañadón, me
llevaron hasta no muy
lejos de acá, unos 150 o 200 o 300 o 400 kilómetros al
oeste y campo adentro,
a unos pueblos, mejor dicho caseríos de 20 o 30
familias como Telsen,
Gan-Gan, Blancuntre, Yala-Laubat, Lagunita Salada,
lugares donde los
moradores, indiferentes a todo, viven en un mundo aislado
y solitario,
apartado de las señales de Internet, donde los gauchos pueden
pasarse horas
en silencio sentados alrededor de un fogón tomando mate, cada
uno con su
propio mate y su propia pava que no la prestan por ningún motivo,
unas pavas
renegridas y con la manija hirviendo.
Por un momento la sonrisa franca de
Maru en la tele, que estaba revolviendo
la salsa de frambuesa a la que le
había agregado generosamente un licor de
frambuesa impresionante y en el otro
bol tenía unos duraznos en almíbar y
varias frambuesas enteras, me sacó del
ensueño en el que me iba sumergiendo
de a poco, cerrando los ojos y viendo el
horizonte plano y seco que se ve en
esos pagos de la Patagonia salvaje, mucha
tierra, poca agua y menos
esperanzas, donde la dieta obligada para todas las
estaciones es papa,
cebolla y carne de capón, donde hoy, que uno se comunica
con el e-mail en un
segundo con la otra punta del mundo, que uno hace las
compras del
supermercado por teléfono, que uno ve en directo lo que pasa a
miles de
kilómetros en cualquier parte en ese mismo instante, hoy que todo
es
instantáneo, que no hay nada que no pueda resolver un buen software o
una
tarjeta de crédito, esos pobladores anónimos que viven en medio de la
nada
tienen que esperar un mes
o más a que llegue un camión a los saltos
con las provisiones, atravesando
unos caminos de piedra bocha que rompe las
cubiertas y rezando para que no
se quede el vehículo en el medio del campo
porque pueden pasar días sin que
nadie lo vea y ni hablar si es invierno y
hacen 15 grados bajo cero.
Entonces, pensándolo bien, en homenaje a esa gente
que si se les cayó al
piso el tarro del azúcar toman todo amargo hasta que
llegue la próxima bolsa
quién sabe cuando, esta vez no voy a transcribir
ninguna receta sino más
bien me quedaré acá nomás, tratando de aprender a
valorar esta playa, estos
colores de la gente en pantalones cortos por la
calle, este azul tranquilo
del agua y el ocre de las bardas que contrastan
con las líneas rectas de la
ciudad, lo cual es mucho más de lo que uno puede
merecer.
El Bardo
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