En Puerto Madryn la fauna está por todos lados. Abajo del agua,
arriba del
agua, en el aire, en la tierra, en la playa y en la meseta. Los
turistas
extranjeros y muchos de los nacionales vienen con el sólo propósito
de
ponerse cerca y filmar, fotografiar o aunque más no sea mirar en vivo y
en
directo a las ballenas, orcas, lobos marinos, elefantes marinos,
pingüinos,
etc. Eso sin contar a las innumerables variedades de aves,
pescados,
mariscos y otros animales que son merecedores de la atención de los
humanos
de paseo. Y las ballenas majestuosas, esos gigantes oscuros que
aletean con
la cola, silban y tiran agua para arriba como un sifón gigante,
reconozco
que nos atraen a todos.
Pero muy pocos turistas descubren a uno
de los animales más increíbles
nacidos y criados en la zona, cuya aparición
es siempre fortuita porque
nadie les avisa de su presencia ni hay montado por
ahora ningún tipo de
expedición para su avistaje.
Cuando se lo ve por ahí,
con su pelo marrón claro flameando y con la cabeza
levantada al viento es
siempre de casualidad y sin previo aviso. Nosotros,
los que siempre estamos
acá y andamos por la calle seguido, ya estamos
acostumbrados a su presencia
alegre que nos saca una sonrisa y nos
despierta admiración.
Se trata del
fabuloso perro Eddie, uno de los más arriesgados canes que he
conocido, que
se juega la vida a cada segundo parado arriba del capot de un
Falcon en
movimiento con el sólo propósito de sentir la velocidad en la piel
y
descargar torrentes de adrenalina.
Eddie, el perro mágico, (que debe su
nombre a un homenaje que su dueño, el
flaco Arbeletche, quiso hacerle a Eddie
Robertson, un negro norteamericano
de dos metros que se fue de Madryn hace
unos años y que jugaba al básquetbol
como naides) hace 11 años ya que anda
viajando en el capot del auto de su
propietario, antes el flaco andaba con
una camioneta vieja pero luego el
perro le hizo comprar un Falcon, de andar
más sereno y suave para evitar las
caídas y además porque la camioneta andaba
floja de amortiguadores lo cual
lo hacía pegar unos saltos bárbaros y cuando
bajaba no podía ni sentarse.
Este envidiable perro, siempre parado en cuatro
patas arriba de la tapa del
motor del Falcon, salvo cuando hay que frenar,
momentos en que se sienta
apoyado contra el parabrisas y se aferra a la chapa
con las patas de
adelante, jamás se va a rebajar a andar mariconeando en el
asiento trasero
como hacen muchos canes que se dicen perros pero que de
perros tienen nada
más que la cola, que sacrifican la emoción de vivir a
pleno por la egoísta e
insípida comodidad de un asiento seguro. No señor, de
ninguna manera. En la
vida cada segundo es importante y no hay que dejar nada
para mañana, cada
viaje del Falcon, cada camión que se acerca tronando, cada
frenada en un
semáforo, cada acelerada en la ruta puede ser la última y así
lo entiende el
fantástico Eddie, que sin cinturón de seguridad, con la mirada
fija en el
asfalto de adelante y la lengua afuera, húmeda y jadeante, sigue
firme sobre
el capot, a 80 km por hora.
Cómo se va a perder sentir el
viento en la cara, el vértigo de ver pasar
casas a toda velocidad a los
costados, la emoción de ladrarle a los otros
autos que se arriman demasiado,
cómo se va a perder todas esas luces en la
avenida nocturna, y las otras
luces de la ciudad flotante de los barcos
poteros en la rada, como se va a
perder todo eso nada más que por dormirse
una siesta aburrida en el asiento
de atrás.
Así como las orcas atropellan y comen a los lobos marinos, o las
gaviotas
atacan cornalitos, este fabuloso can no está fuera de las leyes de
la
naturaleza y tiene también sus depredadores, que principalmente son
esos
furiosos camiones que vienen de frente, muchas veces sin luces
para
desorientar a la presa. Pero Eddie por el momento viene zafando gracias
a su
absoluto dominio del equilibrio, este verdadero artista del riesgo y
el
coraje desafía de manera constante a la inercia y a las leyes físicas
del
movimiento continuo, exponiendo su integridad en una prueba de velocidad
que
ni Schumacher ni Hakkinen se animan a hacer.
Cuando los turistas lo
descubren, sorprendidos como si se tratara de una
aparición, se desviven por
sacarle fotos, filmarlo, seguirlo. Y Eddie los
mira de soslayo, les saca la
lengua irónicamente y se afirma de nuevo con
las cuatro patas arañando la
chapa, a la espera de otro despegue que lo haga
sentirse más vivo.
A veces
salgo por la Roca o por la Gales y de repente lo veo, el quizá
cruza una
mirada conmigo pero en definitiva no soy más que un punto estático
en su
camino vertiginoso, yo lo saludo con una sonrisa y me quedo mirándolo
hasta
que desaparece entre los autos, allá va Eddie, a toda velocidad y
acelerando,
clavando las uñas hasta rayar la pintura, sintiendo el aire
tibio y con olor
a fierro que emana el motor caliente en las patas y el
viento frío con olor a
mar de la Patagonia en el hocico.
Otra pequeña demostración de que la
libertad siempre es posible.
EL BARDO
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