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Mensaje 33: CUENTOS FANTÁSTICOS MADRYNENSES: EL INMORTAL


(Con esta entrega iniciamos el ciclo de cuentos fantásticos madrynenses, que por suerte será muy esporádico). Y perdón por la demora. Acá va:

No pretendo que nadie crea lo que digo. Ya perdí esa esperanza hace mucho tiempo, muchos y largos años. Lo cierto es que debo contar mi historia aunque sea de esta manera, a quien quiera leerla, sin esperar que alguien se apiade de mi destino infernal. Mientras voy tratando de hilvanar los recuerdos, puedo ver ese mar azul adelante, uno de los pocos consuelos que me quedan, además de la siempre renovada pero pequeña alegría de ver algunos chicos correteando alrededor mío cada tanto en los días de calor.
Yo era un indio tehuelche, común como cualquier otro que andaba por estas pampas patagónicas cazando animales para comer y deambulando entre la playa y la meseta. Los pájaros eran mis amigos y confidentes y los guanacos mi sustento y mi vestimenta. Las piedras me brindaban todo tipo de herramientas, utensilios y armas y no precisaba nada más para vivir una vida que, si no era muy feliz, al menos pasaba en libertad.
Pero quiso la providencia y el antiguo egoísmo que reina en el interior de muchos hombres desde el principio de los tiempos, que las cosas cambiaran para mí. Yo era un hombre más, como dije, ni mejor ni peor. Y aunque no lo tenía muy claro en ese momento, bastante egoísta también. Pensaba que nada podía cambiar mi estilo de vida, de caminar en paz por entre los arbustos de la interminable Patagonia, de sentarme frente al mar a dejar pasar la tarde, en fin, de ser libre.
Mi vida transcurría así hasta que una noche en que me embargaba la tristeza de saberme solo en medio de una estepa que parecía no tener límites, me encontré en una encrucijada de senderos allá por el golfo que luego los blancos denominarían San Matías a un extraño personaje de nariz puntiaguda, capa negra de una seda rara nunca vista en estas pampas, algo que le tapaba la cabeza que luego supe que se llamaba sombrero y una mirada penetrante que casi me hipnotizó desde un primer momento.
Se presentó súbitamente ante mí, impidiéndome el paso y diciendo en uno de nuestros dialectos pero con duro acento "Pídeme lo que quieras, te propongo un trato que va a interesarte".
A pesar del susto y de la imponente figura del individuo debo reconocer que me causaron un poco de gracia sus palabras en principio, aunque luego su rostro adusto y grave me hizo correr un escalofrío tenue por la espalda.
"Está bien, deseo la vida eterna" le dije casi como burlándome del desconocido.
"No abuses de mi confianza, te daré la vida eterna, pero a mi manera. Deberás esperar a que por el mar asome el mundo nuevo, recién entonces la tendrás, y no tendrás tiempo ni poder para negarte a ella". Dicho esto se alejó a paso tendido, prácticamente se esfumó entre las jarillas. A lo lejos escuché algo así como una risotada mezclada con el primer trueno de la lluvia inminente. Apenas tuve tiempo de refugiarme a masticar unos restos de mi último guanaco atrapado, cobijándome en una cueva al costado de un cañadón profundo, mientras el agua comenzaba a correr hacia abajo, erosionando más la tierra y amenazando mi débil covacha.
No pude conciliar el sueño esa noche, me quedé pensando en aquel hombre que ya llegaba a la vejez pero que no se lo veía achacoso, todo lo contrario, parecía ágil y atlético, y que me había interceptado de una forma imposible de pensar para el entendimiento de un tehuelche como yo en ese entonces, en estado semisalvaje aunque con los conocimientos suficientes para sobrevivir en estas ásperas latitudes. Qué me habría querido decir el viejo con esa perorata? Acaso se habría burlado de mí, se habrá creído que soy un estúpido?. Ya había visto a otros pocos extranjeros, parecidos a este viejo, andar por estas tierras de vez en cuando, pero la mayoría de las veces tenía tiempo de esconderme y observarlos sin ser visto. También vestían unas ropas que extrañamente les cubrían todo el cuerpo, pieles de animales desconocidos, pero no tenían esa mirada...
Fue pasando el tiempo y mi rutina de fabricar flechas con piedras, cazar, encontrar agua, caminar, comer y dormir. Poco a poco fui olvidando aquel encuentro y las palabras de aquel hombre eran solamente un recuerdo difuso. Ya me había convencido hasta de que se había tratado nada más que de un mal sueño, una pesadilla, y no le dí más importancia.
Unos cuatro o cinco años después, me encontraba por casualidad persiguiendo a una liebre en una de esas bardas que rodean a la explanada grande de arena frente al mar, esa que está casi en el centro del golfo que hoy le llaman Nuevo. Enfrascado en mi labor de acechar al animal fui acercándome al borde de una barda no muy alta, de unos 4 o 5 metros de alto, corriendo entre los espinillos, lastimando levemente mi piel curtida contra las ramas secas y las espinas duras.
Llegando al borde de la barda, casi lo tenía acorralado cuando escuché unas voces con acentos desconocidos, en un idioma rarísimo que venían desde el mar. El asombro y la curiosidad fue más fuerte que el hambre así que me detuve en la punta de la barda a mirar qué era todo ese barullo. Me paré bien erguido sobre un montón de piedras apiladas, retuve el arco y la flecha en una mano, llevé la otra a la frente simulando una visera para no encandilarme con el brillo del sol en el mar, descorrí un poco la bincha empapada de sudor y los vi. A lo lejos vi una imagen que hoy me parece hasta insignificante pero que en ese momento llenó mi pecho de emoción y estupor: una embarcación, una especie de ballena gigante de madera se acercaba a la costa transportando en su lomo una infinidad de rostros blancos, algunos barbudos, cansados y con la mirada fija en la playa. El griterío aumentaba a medida que se acercaban a la costa. En eso, escucho sobre mi cabeza un trueno como nunca había oído, el cielo estaba limpio y despejado pero desde él bajaba como relámpago la misma loca risotada que había escuchado aquella noche de lluvia en la encrucijada, y a continuación esa voz que parecía olvidada pero que a la primer palabra revivió desde lo más profundo de mi conciencia, era aquel viejo que ahora gritaba desde arriba: "Ahora sí serás inmortal!" y de nuevo risas y truenos espantosos.
Quise levantar la mirada hacia el firmamento, pero al querer mover el cuello noté que me era imposible tratar de levantar la cabeza o girarla hacia ningún lado. Traté de mover mis manos, la que tenía en la frente quedó allí, como adherida e inmóvil, y la que aferraba el arco, que pude ver de reojo, iba tomando una tonalidad grisácea y se iba endureciendo a toda velocidad. Cada una de mis células fue degenerando en arena, pude sentir como se detenía y coagulaba la sangre en mis venas y cómo el oxígeno abandonaba mis pulmones en una última bocanada de vapor. Todavía suena en mis pétreos oídos el último latido de mi corazón de laja, y en mi espalda aún siento la última caricia de mi larga y lacia melena tehuelche devenida en roca.
Todo mi cuerpo estaba endurecido e inmóvil, todo menos mis ojos que seguían viendo cómo desembarcaban esos extraños seres blancos, de barbas y ropas largas, con animales gigantescos de cuatro patas y enseres y máquinas que me eran totalmente desconocidas, como venidas de un nuevo mundo.
¡Nuevo mundo! Recién entonces comprendí mi destino y la promesa de aquel hombre siniestro: estaba paralizado, convertido en piedra, inmune al frío, al hambre, al sueño, pero condenado a estar aquí para siempre, como centinela estático que solamente puede mirar hacia adelante, mirar el mar eterno con sus barcos que van y vienen sin cesar, mirar gentes en la playa cada vez con menos ropas, mirar las luces de una ciudad que a pesar de estar tan cerca me es desconocida. Aquí estoy, eterno, inmortal, convertido en estatua sin siquiera poder soltar una mísera lágrima de mis ojos cansados.

EL BARDO

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