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Mensaje 16: Aire de Puerto Madryn
Estaba
hurgando en el baúl que guardo debajo del elástico de resortes de
la
cama, atestado con mi colección de Locuras de Isidoro y
Patoruzú, ese
cacique legendario, verdadero prócer invencible
de nuestra querida
Patagonia.
Era una tarde de domingo ventosa y seca, por
demás polvorienta, una de esas
tardes pesadas de diciembre, de sol
fuerte y camisas pegajosas, sin nada
para hacer, momento ideal para ver
películas argentinas viejas en blanco y
negro o mejor para repasar las
inolvidables y fantásticas aventuras del
Indio y su Padrino.
Pero
entre las pilas amarillentas de viñetas (digamos comics,
para
modernizar un poco la cosa) apareció de repente un libro
totalmente
olvidado. Le soplo un poco la tapa para tratar de reconocerlo y
leo: “La
náusea” de Jean Paul Sartre. Jamás se me
hubiera ocurrido comprar semejante
tratado filosófico hecho en la
Francia surrealista de los años 20 por este
gran pensador cuyas
reflexiones tengo que aceptar que me marcaron a fuego, a
pesar de que nunca
pude entenderle un soto, así que o lo habría traído
el
cuis (estadísticamente improbable, ya que los individuos de esta
especie
patagónica y pampeana son totalmente incapaces de leer algo
más extenso que
un graffitti) o bien era el fruto de uno de los tantos
préstamos de libros
no correspondidos con su
devolución.
Como para demostrarme que hay algo mucho más
aburrido que un domingo
desértico y ventoso, me pongo a hojear el
mamotreto leyendo a saltos y noto
que don Sartre dice quejosamente que todo
le produce náuseas, la gente, la
calle, la comida, en fin,
consideraciones de profunda objetividad y alto
vuelo propia del mencionado
surrealismo francés y me pregunto, si este tipo
que se hace el
intelectual se ufana de que su realidad cotidiana le produce
náuseas,
porqué no puede haber algo que me provoque lo mismo a mí, que
soy
un inteligente bárbaro?
Empecé a buscar algo de
qué quejarme y no tardé en encontrarlo. Primero con
un poco de
susto, porque lo vi al cuis que estaba tirado boca arriba como
muerto, con un
hilito de baba que le bajaba por la pelambre de la mejilla
izquierda,
inmóvil. Este es su estado natural luego de las rutinarias
ginebras,
pero esta vez me asusté porque no había bebido nada.
Aterrado,
presintiendo lo peor, de un salto me acerco a tomarle las
pulsaciones y por
suerte noto que era solamente un desmayo. Pero...
qué lo pudo haber
provocado?
Con los cinco sentidos atentos me
concentro y como un monje shaolin mi
cerebro comienza a percibir todo lo que
ocurre alrededor y luego de unos
instantes de incertidumbre lo descubro.
Ahí estaba, tras las cortinas, sobre
la tierra, en la cocina, en el
aire, en la atmósfera, por todos lados,
abarcando todo, dominando toda
materia viva o muerta sobre esta tierra,
omnipotente, soberbio,
indestructible, era él, sólo él, era... EL OLOR
A
PODRIDO.
Sí, un olor penetrante que desde hace un tiempo reina
sobre y dentro de las
narices de nosotros, pobres e indefensos mortales que
debemos padecer ese
aroma pestilente, digamos, con perdón de la
palabra, a caca, que se pasea
prácticamente por todo Madryn,
repartiendo caras arrugadas, gestos adustos y
comentarios no recomendados
para la hora de la cena.
Entonces me pregunto, le pregunto a la inmensidad de
la estepa, de dónde
sale ese maldito olor que nos hostiga todos los
días desde mucho tiempo
atrás?. Mi primera impresión,
por las características oloríferas de dicha
fragancia, era que
venía de los piletones de agua servida de atrás del
Pujol, pero
rato después pude comprobar que no era así, luego de
llamarlo
desesperadamente por el celular (ahora tengo celular, para que
sepan) a un
amigo mío, el doctor Zavalli, hombre letrado,
científico estudioso del
ambiente y de la ecología, reconocido
a nivel nacional pero que su mayor
virtud para nosotros los pobres barderos
que sabemos poco de ciencia, es que
patea unos tiros libres que hacen temblar
a los arqueros rivales. Notando mi
preocupación trata de
tranquilizarme por teléfono:
“Ese olor proviene de un gran pozo
que hicieron en el basural, del tamaño
de media cancha de
fútbol, donde vuelcan todos los deshechos provenientes de
las
pesqueras, cabezas de pescado, vísceras, etc. que se descomponen
y
emanan un tufo fuertísimo que el viento se encarga de desparramar
por toda
la ciudad. Lo normal es que una vez que se descarga esta basura
orgánica la
zona sea tapada con tierra, pero últimamente,
debido a altos costos o a
otros motivos, no lo están haciendo y lo
dejan descomponiéndose al aire.
Pero no te preocupes, ya va a
pasar.”
A veces, cuando en algunas épocas vienen a la playa
grandes cantidades de
algas, éstas se pudren al sol emanando un fuerte
y feo aroma, pero es
natural y soportable, pero esto no es así, esto
sencillamente no se puede
tolerar. No creo que le haga mucho bien al
turismo.
Entro al rancho de nuevo, enciendo cinco o seis sahumerios
para
contrarrestar los efluvios, le acerco al cuis un vaso de semillón
tinto, lo
agito un poco frente a su nariz con lo que el bicho se
despierta
inmediatamente como empujado por una imparable fuerza interior y me
mira con
ojos agradecidos mientras se lo baja de un saque. Más
tranquilo y con el
aroma de los sahumerios (el “Trai dinheiro” de
origen brasileño) me siento
una vez más a hojear un
Patoruzú. Ya cumplí con mi cuota de autoestima al
comprobar que
a mí, como a Sartre, también hay cosas que me dan
náuseas,
ahora es tiempo del goce y del placer de ver una vez
más cómo el glorioso
cacique de Santa Cruz vence a mamporros y
boleadoras a unos contrabandistas
mientras la abnegada Chacha le acerca una
empanada.
EL BARDO
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