''''\___labarda___
Mensaje 12 - Avistaje de mujeres
De vez en
cuando bajo a las playas madrynenses del centro, esos lugares con
arenas
calientes, redes de vólei, pubs y restaurants de la costa y miles
de
otros atractivos.
En mi carácter de observador de todo lo que
ocurre hasta en la cuadra más
perdida de la ciudad y en las afueras,
en verano me acomodo en la playa sobre
una silla plegable o bien tirado
nomás en la arena con el correspondiente chop
de Quilmes helado,
lentes negros de carey y pose hollywoodense con lo que
obtengo las miradas
pícaras y los comentarios de muchas jóvenes que pasan
cerca.
Aunque a veces esta seducción se disipa algo cuando me miran con
más
detalle y perciben mis alpargatas aplastadas, mi busarda bastante
prominente y
la camiseta agujereada en la espalda.
Pero yo no voy a la
playa por las mujeres, nada que ver.
Me gusta caminar por esa arena suave y
percibir el aroma salino de la costa,
ver las pequeña olas del golfo
formar su cresta de espuma al llegar a la
playa, contemplar las barcazas a lo
lejos, las gaviotas que encontraron un
cardúmen, el muelle viejo de
madera que se interna en el agua como un
cuchillazo y si queda tiempo,
sólo si queda tiempo, mirar con desesperación a
los millones de
minas que pululan semidesnudas y totalmente desinhibidas y que
atacan desde
todos los flancos, salen de abajo de la arena, caen desde el
cielo o emergen
en la costa de una manera totalmente impredecible y
misteriosa.
Me detengo
al lado de los tamariscos, un lugar de la extensa playa urbana
rodeado de
estos acogedores árboles que crecen cerca de la orilla, y bajo
la
sombra de los mismos me siento a descansar luego de una larga caminata.
Con
una sed y un hambre insoportables.
Hace calor, y un montón de
familias toman mate debajo de los árboles y miran
como la claridad del
cielo se va enrojeciendo dando lugar a un atardecer como
no se ve en
cualquier lado.
Los barcos pescadores de langostinos encienden los primeros
faroles
potentísimos que usan para atraer la pesca.
Los motores de
autos que arrancan se confunden con el ruido de las sillas
plegadizas que se
cierran y el grito de las madres que llaman a los chicos,
que no tienen
ninguna intención de abandonar la playa, aunque ya es casi de
noche y
se está poniendo fresco.
Una pelota perdida me llega sorpresivamente y
la devuelvo a su dueño con un
certero pase de chanfle de derecha con
tres dedos.
Mis alpargatas totalmente desflecadas dejan ver unos bigotes
amarillos que
salen de las suelas. Busco en los bolsillos de mi bermuda que
me llega hasta
debajo de las rodillas y no tengo más que un par de
monedas de un peso, apenas
para tomar un colectivo que me deje un poco
más cerca de las bardas.
Pero opto por volverme caminando.
Como
alguna vez alguien me dijo, aquí en Madryn el amor puede aparecer
de
sorpresa a la vuelta de cualquier esquina, y de última, en el
rancho el cuis
seguro que ya tiene lista la sopa.
EL
BARDO
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