ÚLTIMO MILENIO
Andaba yo entremezclado en un pasado perdido, dibujando formas mentales que se materializaban como esfinges de carne y hueso de personas antiguas. Estaba en ese estado de ensoñación mientras en la habitación contigua de mi muy vieja casa de suburbio me retornaba el sonido latoso de la televisión prendida y el resplandor del tubo de rayos catódicos que anunciaba su presencia ineludible para cualquier mortal de esta época.
El encanto de las marejadas de pensamientos no daba paso por el momento a la realidad de esa tarde de domingo virtual. El sol estaba cayendo lentamente en el horizonte y casualmente coincidía con la hora normal de los atardeceres de antaño, cuando todavía se utilizaba el calendario gregoriano. Eran las siete de la tarde y oscurecía, lo cual era no era muy común (se daba aproximadamente cada cuatro o cinco semanas) con el nuevo horario mundial unificado en cualquier punto del planeta, siempre en pos de optimizar las comunicaciones y la transferencia de información. Quizá haya sido por eso que me invadió esa dulce nostalgia y en mi mente empezaron a girar en distintos planos el rostro de alguien que pudo haber sido mi madre y el cuerpo de una mujer que creo haber amado hace mucho pero que cada vez me cuesta más materializar en mi memoria.
Como empujando desde afuera de la cabeza, la modorra suicida de esos momentos en que el sol está por terminarse, en que las primeras brumas invaden lo que será la triste noche de fútbol holográmico reiterado, enseguida el adormecimiento de la realidad dominguera invade todos los confines de la mente que ya no esculpe imaginerías absurdas y con un golpe repentino me devuelve a la realidad, es decir, a esto que ven mis ojos y presienten mis sentidos pero que no podría definir llanamente como realidad, es trabajoso hoy en día diferenciar por completo lo físico de lo virtual.
Ahora pienso nada más que en preparar la ropa para mañana, planear el nuevo lunes que implica un madrugón friolento, también por coincidencia a la misma hora en que se madrugaba antes, aunque a veces madrugar significa levantarse de la cama bien entrada la tarde, siempre con frío y neblina. Levantarse cada día a enfrentar el mundo, a procurarse el pan, hoy ya no tiene el significado que conocían mis padres en el siglo 20, saltar de la cama simplemente representa un abandono de la calidez de la habitación calefaccionada, enajenación a la que nunca voy a terminar de acostumbrarme, al contrario, le opongo una débil resistencia íntima que no hace más que retrasar y empeorar el desperezo obligado de cada lunes.
Todavía era domingo, aunque ya de noche, momento inmejorable para dejar escurrir los pantalones planchados sobre las manos y mirar con nostalgia a las primeras luces de la calle de asfalto humedecido del rocío prematuro, elucubrando un escape imposible de la rutina infinita a la que estamos pegados de por vida desde hace un tiempo que ya ni recuerdo, desde que se implantara el nuevo régimen mundial de trabajo virtual.
Pocos recuerdan cómo fue que ocurrió este cambio allá por el 2000 y pico, recién empezado el siglo, solamente unos pocos memoriosos (entre los que no me cuento) saben lo que pasó entonces, hechos que los equipos ultramodernos de comunicación tratan de desvirtuar o al menos ocultar por todos los medios. Sin ir más lejos, el viernes pasado estaba en uno de esos bares que todavía se empecinan en subsistir, bares con hologramas de mujeres haciendo desnudos frente a la barra colgadas de unos caños y con parroquianos en su mayoría viejos, tan viejos como yo mismo. Los bares y esas reuniones de viejos son algunas cosas que todavía quedan del pasado y que aún no han borrado de la faz de la tierra y de la mente de las personas, pero de a poco también van desapareciendo. Esa noche pude escuchar por sobre el hombro que uno más anciano que yo, de aspecto fortachón y semblante limpio aunque ya debería pasar los 120 años, le contaba a otro acerca de una época en que los futbolistas eran de carne y hueso, en que las mujeres existían realmente y era agradable tocarlas, amarlas, sufrirlas, llorarlas y todas esas cosas que hoy me suenan tan extrañas, y de cómo fue que el exceso y el abuso de la automatización y las comunicaciones fue trocando al mundo en algo abstracto que se podía abarcar por completo sin salir de la casa de uno mismo y que a la vez podía ser desconocido para los pies del caminante más avezado. De cómo las grandes corporaciones fueron derivando su poder no solamente en lo económico y político sino también y principalmente en el dominio de las comunicaciones, cada vez más veloces e instantáneas. Ya se habían olvidado las grandes odiseas y conquistas, ya no existían aquellas guerras sangrientas que hasta ese fatídico 2000 fueron uno de los principales flagelos de la humanidad, ni tampoco esas terribles enfermedades como el sida y otras de orígenes inciertos, pasaron a segundo plano a partir del auge de la comunicación virtual e inmediata.
Paradójicamente, según decía el hombre a mi lado, cuando fueron eliminadas de cuajo todas las posibilidades de violencia corporal, cuando se produjo el desarme mundial absoluto y se terminaron todas las posibilidades de conflictos bélicos, así como cuando al mismo tiempo se descubrieron las drogas y medicamentos para contrarrestar cualquier enfermedad del tipo que fuera y a su vez prolongar casi indefinidamente la vida, en esos momentos los seres humanos tuvieron un tiempo de felicidad, de tranquilidad y por qué no, de alegría. No sabían lo que se venía, lo que significaba la gran transición, esa efímera paz interior era como la felicidad del que agoniza, el éxtasis absurdo que precede a la muerte.
Luego, poco a poco la sangre y los músculos de los hombres se fueron convirtiendo en plástico y circuitos, y pronto el nuevo paradigma no era ser el más bello ni el más fuerte ni el más inteligente, sino ser el más apegado al trabajo, cada vez más automatizado y menos creativo, ser el más condescendiente con los superiores y siempre con una sonrisa dibujada en la boca...
El primer grito de gol del locutor sintetizado me devolvió de pronto a la realidad, estaba frente a mis pila de pantalones arrugados y me veía obligado a ver una y otra vez ese tiro libre filmado desde varios ángulos.
Al otro día tendría que internarme nuevamente en lo de siempre, un trabajo que por suerte era bastante interesante para lo que se podía esperar como tarea para un viejo sobreviviente de la gran transición, aunque con el tiempo se fue tornando esclavizante, pero claramente sabía que no había absolutamente ninguna otra alternativa. Luego de registrar mi ingreso en la red de comunicación mundial, tendría que realizar un chat mental con mi colega en El Cairo y otro de Chicago a fin de concretar tres accidentes nuevos para hoy, uno en cada ciudad. No me importaba que en algún server no determinado se registrara cada uno de mis movimientos, ya sean virtuales o físicos, porque esa era la norma y la naturaleza de las cosas y abarcaba a todos los humanos, era imposible intentar algo oculto o en secreto, pero asumido esto, uno podía seguir su vida como si fuera normal, matizada apenas de vez en cuando con algún que otro informe sobre las irregularidades de siempre, como por ejemplo haberse encontrado el promedio de idas al baño semanal por encima del nominal y otras estupideces del estilo, a las que ya creo que casi ninguno de los sobrevivientes les daba mucha importancia.
Cada fin de semana era necesario y obligatorio planchar la ropa de trabajo y de salida para el resto de los días hasta el nuevo domingo virtual, una de las pocas actividades manuales que aún no había sido automatizada, junto con el viaje de ida y vuelta al trabajo todos los días en el transporte colectivo y algunas otras pocas cosas de vieja data que el gobierno central cibernético no había autorizado su programación en computadora, quizá para dejar algo que nos recordara, a aquellos más viejos, que todavía somos seres humanos y no simples autómatas que cumplimos con un objetivo que nadie puede explicar razonablemente, aunque en realidad todo parezca tan transparente, tan trivial, tan conocido como el partido de fútbol que ahora mismo están pasando en la televisión.
Por eso será que me gusta tanto planchar, sentir con la palma de la mano como el lado liso y metálico de la plancha, al principio frío, se va calentando hasta que es imposible retenerla en los dedos, ver como se alisa la tela al paso firme y resbaladizo de la plancha, oler el aroma del vapor mezclado con la humedad jabonosa que también se evapora, atravesar una y otra vez las mangas de camisas y pantalones mientras entreveo por la ventana apenas abierta la calle del frente de mi casa, una casa igual a las casas de antaño con una calle igual, salvo por los dos rieles que la atraviesan a los costados, cerca del cordón de la vereda y que sirven de medio de locomoción y transportes de las unidades robóticas, especialmente aquellas dedicadas al barrido de la vía pública y al mantenimiento de las preciadas líneas telefónicas.
Desde la pieza, en off se escuchaba la voz sintetizada del computador dedicado a relatar partidos de la secretaría virtual de deportes, que por medio de un software novedoso ahora contaba chistes y hacía alusión a gente del público, ya sea si se trataba de hinchas de sexo femenino y lindas o de gordos en camiseta. Esto representaba un interesante avance en lo que respecta a divertimientos programados, no como antes en que el programa de administración de voces de locutores se limitaba a detectar qué jugador tenía la pelota para simplemente nombrarlo o, en última instancia, a hacer algún comentario aburrido y evidente del juego que se estaba desarrollando.
Ahora era mucho más divertido, a pesar de que todos sabían que las tribunas repletas era una ilusión óptica generada por algún banco de datos de algún server no definido, un escenario construido en dos dimensiones a partir de gráficas prediseñadas, y que los jugadores eran perfectos hologramas que a su vez eran retransmitidos por medio de imagen plana digitalizada, siempre con el fin de dar la sensación de que se los estaba viendo correr y patear por televisión, y no dejarnos pensar engañosamente que ni la televisión existía en realidad y que todo era virtual o mejor dicho inexistente.
La ingeniería holográmica estaba en una etapa de gran desarrollo, ahora no solamente se los podía ver y escuchar como si estuvieran frente a nosotros sino que también se los podía tocar, palpar y hasta sentir la sensación de una piel desconocida con una temperatura corporal perfecta. Pero esta tecnología estaba en manos únicamente de los gobiernos y ni siquiera era poseída por la pequeña minoría que formaban los bandos revolucionarios opositores, más románticos que verdaderos luchadores, y menos aún podían ser patrimonio de los ciudadanos comunes, que por otra parte tenían acceso libre a su uso así como también a todo tipo de información de carácter primario, ya sea a través de señal televisiva, radio, teléfono o la red mundial cibernética, principal e infaltable medio de comunicación de la actualidad.
En realidad, nadie sabía quién estaba a cargo de la distribución de la gran variedad de elementos de diversión holográmica ni de los medios de comunicación, pero continuamente se instaba a las personas a hacer uso de ellos.
Era difícil acostarse sin eliminar de la mente esos pensamientos sobre el inminente "apático movimiento" del lunes, de todas maneras me fui a la cama, me quedé despierto un momento bastante largo esperando a que el televisor se apagara solo tal como estaba programado a las 23.30 horas para el caso de ancianos sobrevivientes.
Al día siguiente, luego del repetido viaje en colectivo y la lucha contra el frío ambiente, cosa que ya era al menos sospechosa porque hacía mucho tiempo que siempre eran muy frías las mañanas y se pensaba en algunos círculos rebeldes (léase bares detenidos en el tiempo) que también el frío era virtual e inducido por quién sabe qué complejo esquema de programación climático, me incorporé de nuevo a mi labor, frente a un monitor de 20 pulgadas y de inmediato, sin perder un segundo ni tomar un solo café, me puse en contacto con El Cairo. Enseguida se acopló Chicago, en donde en situación normal hubiera sido de tarde, pero dado el nuevo régimen temporal (decir nuevo es una falacia, ya que tenía varios años su imposición) contabilizado a partir de pulsos de transmisión de datos en bits por segundo en un canal estándar de 128 bits, tanto en Chicago como en El Cairo, como aquí en Buenos Aires o en cualquier lugar del mundo, la hora era siempre la misma.
De la comunicación con estas dos personas establecimos que los accidentes de tránsito deberían ser programados con diez minutos de diferencia entre uno y otro, comenzando con el correspondiente a Buenos Aires. Había que tener cuidado en no generar accidentes inducidos al mismo tiempo ya que se perdía el efecto que se buscaba con estos eventos, cuyos objetivos eran dos: ir eliminando lentamente a los sobrevivientes de la gran transición y generar más información tergiversada adrede para difundir en los noticieros de visión obligatoria.
Los miembros de la comunidad clonada, si bien funcionaban bastante bien y respondían a los requerimientos para los que habían sido fabricados, todavía mostraban algunos atisbos humanos que permanecían latentes en los genes congelados y altamente manipulados para la producción en serie de clones, errores que hasta el momento no se podían erradicar. Lo que más se trataba de controlar y a la vez alimentar era el lado puramente recreativo, por lo que se difundían de continuo partidos de fútbol, carreras de autos y noticieros con novedades siempre impactantes y en lo posible violentas. Mi trabajo consistía en inducir accidentes de tránsito que luego eran reproducidos una y otra vez por televisión.
Resultaba divertido, uno casi se sentía un Dios determinando quién debía vivir y quién no, pero en realidad no era así. Cada persona no clonada tenía asignada su placa destinal, residente en un equipo especial de personalidades y caracteres de los ciudadanos comunes no clonados, divididos por área. Esta placa destinal determinaba con un error de más menos un día cuándo alguien debía morir, ya sea de manera accidental o por otras causas (nunca naturales) o bien sufrir algún tipo de accidente sin deceso. De todas esas personas cuyo destino estaba programado para sufrir accidentes hoy, nosotros, los encargados de "catástrofes urbanas con vehículos" debíamos elegir, dadas las circunstancias, ya sea de novedades informativas para los noticiero o sondeos de estados de ánimo actual. Cada tanto tenía algún descanso, cuando les tocaba el turno a los de "accidentes aéreos", que si bien eran esporádicos, se generaba un número mucho mayor de muertes y producían un impacto importante en la teleplatea. En esos días me tocaba un breve descanso que aprovechaba para ir a los bareas o bien a los reductos altamente tecnificados donde se ofrecían todo tipo de desahogo sexual, ya sea en el aspecto físico como en el intelectual (digamos en el orden sentimental).
Ese lunes me decidí por un choque frontal entre un automóvil sedán color gris que embestiría a un camión al cruzar un semáforo, con un saldo de 2 muertos, el conductor del automóvil y su acompañante.
Manos a la obra, me conecté con el servidor del automóvil club para tomar el control del vehículo en cuestión, programé una salida a destiempo del semáforo de Corrientes y Callao, lo que me llevaba varias horas de trabajo, por lo general los ciudadanos sobrevivientes no aceptaban al pie de la letra su suerte ya preestablecida en la placa destinal y se resistían a cumplir con su obligación, así que había que manipular de alguna manera el entorno para lograr el resultado deseado. Una vez ingresados los datos al sistema, en coincidencia con los registros de la correspondiente placa destinal alacenada en el servidor de personalidades y caracteres de ciudadanos no clonados, el resto lo haría la red, automáticamente y de manera misteriosa en el momento preciso, hoy a las 14.30 hs.
Además, debía enviar por anticipado mails a dos noticieros virtuales y uno gráfico que tendrían la primicia, el resto se enteraría luego de ocurrido el hecho por medio de las cámaras de video instaladas en cada esquina del lugar en cuestión.
En mi condición de viejo sobreviviente, me sentía verdugo y condenado a la vez, ya que alguien de otras oficinas o probablemente de esta misma debía ser quien estuviera en este momento manejando también mi propio destino, no por decisión propia obviamente, pero sí como ejecutor directo de mi futuro.
Finalizada mi jornada laboral, como siempre, dirigí mis pasos a la salida, donde me crucé con un sinfín de peatones de traje y corbata y cada uno con su respectivo maletín y teléfono celular, adminículo en la actualidad tan necesario como aquellos naturales e internos, como el corazón y los pulmones.
Caminando hacia la parada del transporte urbano, en una mitad de cuadra pude ver un nuevo cartel que recién acababan de instalar: "Amor y enamoramiento inmediato" decían las letras escarlatas y brillantes. En un primer momento no me decidí a entrar, quizá por una especie de pudor, resabio de viejos recuerdos de épocas en las que enamorar a una mujer era toda una aventura, con final incierto y con el sabor de la incertidumbre misma que puede deparar el contacto físico con las antiguas mujeres. Pero luego, finalmente me introduje en el reducto recién inaugurado. Estaba bastante viejo para pensar en el sexo, pero ni bien entré y pagué la tarifa correspondiente me atendió el holograma correspondiente a una rubia bellísima, quizá extraído de alguna modelo famosa de los 2000.
Hacía tiempo que las mujeres habían sido pacíficamente exterminadas, fueron diezmadas lentamente pero con una constancia y seguridad propia de sistemas y equipos computarizados sin posibilidad de error alguno, anulando todo tipo de embarazo de hembra al principio, luego provocando accidentes multitudinarios y solapados, como derrumbes y terremotos en lugares claves donde previamente se organizaban eventos feministas y se obligaba de manera solapada a las mujeres a permanecer. Si bien esto no era suficiente para lograr el objetivo final de eliminar de manera total a las mujeres, ya que luego de profundos análisis de su naturaleza se concluyó que eran potencialmente peligrosas a la vista del mundo nuevo, por último se prohibió el suministro de esas drogas y fármacos descubiertos recientemente y que tenían la facultad de retrasar o hasta detener el envejecimiento a través de un método bio-cibernético de recomposición y rejuvenecimiento de tejidos, dejándolas morir de viejas. El mundo ya llevaba unos 40 años sin mujeres y parecía que nada había cambiado, ya que estas fueron reemplazadas con modelos programados obtenidos de la conjunción de la técnica holográmica con la biológica que, superado el paso inicial de realizar clonaciones de seres humanos, los estudios posteriores permitieron generar organismos sin "alma ni espíritu" tal como se los publicitaba y como les gustaba a la mayoría clonada, pero con la textura exacta y hasta el olor y las pulsaciones del cuerpo femenino desaparecido, incluyendo hasta sentimientos y expresiones casi humanas, en realidad, para qué engañarme, eran expresiones mejores que humanas aunque siempre nos quedaba ese trasfondo de saber que eran solamente programas de computadora.
En los lugares donde se ofrecía sexo, amor verdadero, peleas o caricias con mujeres se trataba siempre de modelos holográmicos extraídos de datos de féminas que antes aparentemente habían existido.
Prácticamente con unos 20 modelos se abarcaba la gama completa de necesidades de los hombres, cada uno de nosotros había tenido a las mismas novias y con la seguridad de una fidelidad eterna, no había manera de alterar el orden común por peleas de polleras ni forma de perder el tiempo hablando de las chicas.
Todo se resumía a un momento de placer o dos por semana, una salida al cine virtual con algún holograma o bien a un lavado de cerebro para los más jóvenes que les hacían creer parcialmente que no eran producto de la clonación sino que habían tenido una madre verdadera, un holograma especial que les acomodaba el cuello de la camisa y les daba recomendaciones desde la puerta de casa.
Esto de vivir sin mujeres afectaba notablemente a los viejos, que si bien en estado natural habrían perdido el apetito sexual hace tiempo, gracias a las inyecciones continuas de la mezcla de drogas autorizada para el rejuvenecimiento y mantenimiento de las células no solamente se lograba mantener a las personas más o menos sanas para cumplir con las tareas encomendadas sino que además, como efecto secundario no deseado por el poder pero de todas maneras inevitable, les permitía mantener un poco de energía y necesidad sexual que era sofocada en los hologramas femeninos, de igual manera que los clonados.
Creo que siempre en nosotros existía ese resabio, ese recuerdo de mujeres de verdad y aunque muy profundo en el subconsciente soñábamos con alguna vez poder al menos ver a una mujer real. Tal cosa era en apariencia imposible, pero en nuestras flacas estructuras mentales se mantenía latente ese deseo y esa esperanza de poder encontrarlas en alguna parte, sería por eso que en los bares todavía quedaban personas que pregonaban la leyenda de que algunas habían sobrevivido a la exterminación y que se ocultaban en lugares muy recónditos del planeta, adonde no llegaba la red maestra de comunicaciones y ni tampoco interesaba demasiado llegar, lugares exóticos con nombres olvidados, el corazón de África, la Siberia, la Patagonia y otros. Esto que el sentido común nos indicaba que era una audaz falacia a pesar de la forma y la expresividad con que sus predicadores la fomentaban, debo reconocer que nos mantenía en un estado de feliz incertidumbre y una loca esperanza se despertaba en nuestros corazones, lo cual nos ayudaba, junto con los barrios pobres intactos y los bares, a sobrellevar un poco mejor el abúlico presente.
Sin embargo los clones, que no eran más que autómatas al servicio de algo o alguien oculto y en apariencia inmortal, no pensaban en estas cosas. Con su interminable apuro por correr de oficina en oficina cargando maletín, celular y computadora portátil por doquier, les bastaba y hasta les importaba más poder mantener relaciones sexuales solamente con hologramas, entes dominables al extremo de percibir los deseos de un hombre a través de una red telepática neuronal que por medio de una ínfima fibra óptica insertada en la espina dorsalpor lo que el cliente no necesitaba ni siquiera expresar
Poco a poco la clonación se iba haciendo de manera más depurada. Se seleccionaba de entre los habitantes aquellos con mayor coeficiente intelectual o con más afección al trabajo y se les extraían las células con las que luego se engendraban miles de ciudadanos iguales, todos con el mismo rostro y los mismos pensamientos.
Cada vez éramos menos los más viejos que habíamos nacido de manera natural, todos hombres como yo, en una franja de edad que iba desde los 100 hasta los 130 años, que teníamos rostros arrugados pero propios, el resto, contando desde unos setenta años a esta parte, eran clones obtenidos de no más de unos 30 modelos distintos en todo el mundo, seleccionados además de acuerdo a sus inclinaciones culturales y sociales. La mayoría de los modelos correspondía a personas de rostro liso y brillante, y con una tendencia innata a la elegancia repetida del traje y la corbata. El gobierno cibernético había establecido que en estos 30 modelos se podía sintetizar toda la gama de la actividad humana por lo que no eran necesarios más, y con esto se completaban y se cubrían absolutamente todas las necesidades básicas para la supervivencia del planeta.
Nosotros, los viejos, éramos puestos a trabajar en tareas de mayor creatividad, por nuestra propia idiosincrasia y nuestro arrastre del pasado, pero teníamos muy poco contacto con los clones. Además, indefectiblemente estaban grabados en nuestras placas destinales los accidentes que tarde o temprano nos llevarían a la muerte inexorable.
Casi parecía no importarle al gobierno que de vez en cuando nos reuniéramos entre nosotros sin permiso alguno, nos pusiéramos a hablar por espacios de hasta dos o tres horas seguidas, estábamos como desahuciados y no teníamos manera alguna de alterar el plan de evolución del mundo nuevo.
Y mientras tanto, mientras el viejo olor de las pizzerías ominosas se iba desvaneciendo de las veredas, mientras habían desaparecido los niños y las mujeres, todavía quedaban algunos con recuerdos como panteones sagrados que pronto se derrumbarían por su propio peso.
La vida se trataba solamente de eso, de resignarse a seguir hasta que alguien o algo decidiera que era tiempo del fin, seguir fingiendo que la ciudad era real, que las sucesiones de día y noche no estaban también programadas, en fin, que podría haber algo más que un engendro de bytes volando sobre nuestras cabezas y debajo de nuestros pies. Pero sabíamos que no había retorno y que ya habíamos sido vencidos por completo.
Otra tarde, otro lunes húmedo volvía a apoderarse de mis imágenes mentales mientras saltaba adentro del colectivo que impasible se acercaba a mi parada.
Las quejas sobre la poca información enviada últimamente a los noticieros sobre accidentes de tránsito ya me estaban llegando desde hacía por lo menos un mes. Es que estaba cada vez más alejado de mi tarea, me resistía a cumplir con el plan de muertes por accidente, cosa insignificante porque a lo sumo lo que podría hacer en mi posición de funcionario de bajo orden era retrasarlos un poco y nada más, pero por lo menos eso me hacía sentir más a gusto con mi condición humana y podía permitirme dormir bastante más tranquilo o al menos no despertar sudando en el medio de cada noche, viendo cuerpos horriblemente mutilados y autos explotando en medio de la avenida y casi siempre al mediodía.
Entré a mi casa de suburbio, automáticamente se encendió el receptor de televisión que era imposible apagar por voluntad propia del usuario, a lo sumo lo único que se podía hacer era cambiar de canal para alternar entre los noticieros, los partidos de fútbol virtuales o alguna que otra película clase B que todavía no había sido eliminada.
Una especie de memoria colectiva se adueñaba de los clones, que por ser todos iguales y haber tenido casi exactamente las mismas experiencias se comportaban como hormigas al servicio de una reina invisible, todas recorriendo los mismos senderos para lograr como único objetivo la acumulación de alimentos quién sabe para qué invierno tormentoso. Pero en el caso de nosotros, de aquellos pocos sobrevivientes de un tiempo distinto, se les hacía más difícil a los entes cibernéticos dominantes penetrar en nuestros cerebros para inculcarnos las nuevas condiciones. Lo sabían, aunque también sabían de la extrema debilidad tanto de nuestros cuerpos físicos como de nuestras pobres convicciones y recuerdos.
La vejez ya se hacía sentir en cada uno de nosotros a pesar de los litros de droga inyectada en nuestros organismos para mantenernos sanos y activos, que nos permitió pasar sin darnos cuenta la barrera de los cien años, para ingresar en un calvario del que no se conocía el final, salvo aquellos que se animaban a consultar su placa destinal, donde estaba grabada casi exactamente la fecha y hora del accidente que provocaría su defunción.
Una pasada rápida por el dormitorio con la televisión encendida y pude, no digo sorprenderme, pero sí volver a asombrarme tibiamente por ver que mi obra de hoy era mundialmente conocida, en el noticiero de las 19 horas estaban en primer planos las imágenes de las dos víctimas del accidente de Callao y Corrientes, mezcla de carnes sangrientas, hierros rotos y microchips quemados. Contemplé esas escenas como el pintor contempla su nuevo cuadro, con una especie de satisfacción subliminal por el deber cumplido pero a la vez con el sinsabor y el nerviosismo que me provocaba haber sido, no el asesino pero sí el verdugo de mis congéneres sacrificados hoy en beneficio del esparcimiento del resto de los ciudadanos clonados.
Quise instintivamente apagar el televisor, estiré la mano hacia una perilla inexistente pero no pude, seguían sucediéndose las imágenes, las corridas en plena calle, los charcos de sangre matizados con algunos goles de los partidos virtuales de ayer.
Salí del dormitorio en silencio, cerré los ojos al atravesar la puerta y tropezando me senté en el sillón del living.
El murmullo de la voz digitalizada del noticiero me perseguía y me obligó a apretarme los oídos con mis manos. Era inútil todo intento de escape, todo se había perdido hace mucho y hoy quedaba solamente esperar a que esta esclavitud se terminara de una buena vez. En un intento desesperado, de aquel que ya no tiene apego por nada en la vida, busqué en mi documentación original de ciudadano común no clonado la placa destinal, quería saber ya mismo cuándo iba a morir y así terminar con esta farsa de mundos paralelos, electrónicos, llenos de comunicaciones e información incoherente y sometimientos mentales a esta altura de mi vida ya insoportables.
Puse la placa en mi ordenador personal, tipeé los códigos correspondientes, que serían grabados en el disco duro principal del servidor de personalidades y caracteres de ciudadanos comunes no clonados, y pregunté casi sin pensar por esa fecha prohibida, el momento de mi muerte: "26 de junio del 2096". La ventana informaba la fecha con una luz titilante, miré el reloj de la computadora, para asegurarme de la fecha de hoy (26/06/2076), algo que por supuesto ya sabía, y dejándome caer en el sillón pensé en qué iba a hacer en esos 20 amargos años que me quedaban por delante, con un error a lo sumo de un día en más o en menos.
De qué manera actuar para aunque más no fuera darle un poco de trabajo extra a esas computadoras malditas e inescrutables, enseguida me dije que debía acoplarme a alguno de esos grupos rebeldes de los que tanto se hablaba bajo cuerda pero que en realidad casi nadie conocía en profundidad, pensé en mil formas de cómo llegar hasta ellos, herederos de los antiguos hackers de épocas remotas, pero mi cabeza tenía demasiado peso como para elaborar algún plan que tuviera un mínimo de lógica.
Resignado me puse a mirar alrededor mío, la cocina casi intacta, la mesada reluciente y la pared de cerámicos blancos de donde colgaban unos cuchillos nuevos adquiridos, como todas las cosas para el hogar, a través de la gran red telefónica, informática y televisiva. Por mi cabeza pasó como una ráfaga la posibilidad de un suicidio, de un final repentino y no programado, y las consecuencias que esto tendría para las máquinas dominantes. En el fondo no creía que esto afectaría demasiado el orden de las cosas, pero sí sería una manera de dificultar el plan para el mundo nuevo ya que, como siempre se encargaban de pregonar en toda ocasión, se debía optimizar al máximo la tarea productiva, no derrochando ni malgastando recursos, y un cuerpo muerto porque sí, sin finalidad alguna, era un importante derroche de energía y carne y algún servidor, remoto o no, pagaría caro por ello.
Perdido por perdido, me decidí a enfrentar a estos seres o entes desconocidos, tomé de la cocina el cuchillo más grande y que parecía más filoso, me senté en mi sillón y al estilo del harakiri japonés clavé en mi abdomen el frío metal de la hoja filosa, el primer contacto del cuchillo con la piel fue doloroso, pero a medida que el filo iba desgarrando mi carne se hacía cada vez más familiar y la hoja se entibiaba igual que la plancha.
Mientras la vida se iba diluyendo y los contornos de la habitación se hacían más difusos, por primera vez en años pude esbozar una sonrisa franca, no como las obligadas en las reuniones con los clones ejecutivos, con mis manos acariciaba el mango de plástico del cuchillo mientras el suelo se teñía de rojo.
Bajé un poco la vista y volví a mirar el monitor con soberbia. 20 años! jamás iba a permitir que me digitalizaran hasta el momento de mi defunción. Eso todavía tenía que ser de mi propiedad. Siempre sonriente, fijé los ojos en esa fecha errónea y me dejé morir.
Poco antes de cerrar los ojos definitivamente, sentí ruidos afuera, chillido de gomas de camioneta que frenaban de golpe, griterío y un pie que derribaba la puerta de entrada. De pronto mi casa fue invadida por varias cámaras fotográficas y micrófonos de noticieros que habían conseguido la primicia exclusiva, "Un nuevo suicidio en los suburbios de Buenos Aires" sería el título de la novedad. La sorpresa de no comprender cómo se habían enterado de este hecho no programado rápidamente me hizo estremecer y desplazó de mi conciencia el dulce abrazo de la muerte para dar lugar de nuevo al horror de haberme equivocado. Agonizando atrapé del pantalón al reportero más cercano y le dije tartamudeando que esta no era la fecha, que no podía ser que les hayan avisado, que eran mentiras, que yo no podía morir ese día, pero el charco de sangre debajo mío demostraba absolutamente la veracidad del hecho.
Tomando de la solapa al clon periodista lo obligué a agacharse para que viera de cerca la pantalla con la fecha de mi placa destinal. Con las últimas fuerzas que me quedaban le pedí sonriendo que dijera la fecha en voz alta, y un segundo antes de morir pude escuchar:
"26 de junio de 2096, qué raro, es un bug de la placa, aunque en el server central figura la fecha de hoy, de vez en cuando aparecen errores de este tipo, sobre todo en estas primitivas placas destinales de principio de siglo, que vienen arrastrando errores de fecha desde el cambio de milenio, son esporádicos pero suceden. Menos mal que van quedando pocas".