ÉL TAMBIÉN ES EL
TANGO
Les voy a contar un
tango.
Un tango, que como todo tango que se
precie de tal, tiene el sabor agridulce de la poesía
triste cantada
con toda la voz, tiene el escalofrío húmedo de una calle suburbana
y tiene la calidez
de una pieza gris calentada con estufa a
querosén.
Pero él no canta, pero
también es el tango.
Y tiene un protagonista. Un personaje que
es la imagen misma del sentimiento tanguero.
Pero el problema es que no se
parece en nada al malevo más mentado del hampa, ni a un guapo
del
900, ni mucho menos a la rubia Mireya ni a Malena, ni a Madamme Ivonne. Y para
peor, ni
siquiera vive en Buenos Aires.
Pero él no es un malevo, pero
también es el tango.
Es simplemente un duende que deambula a
veces en las noches frías y lluviosas por calles
oscuras y poco
transitadas, flaco, encorvado y con unos lentes tan pesados que continuamente
tiene que mirar para arriba para equilibrar el peso de las gafas, que sino
lo haría caer redondo y
rodar por el
asfalto.
Pero resulta que este flaco mágico
es uno de los pocos que todavía conserva el misterio de
la niebla de
la madrugada, del café tibio de la esquina alumbrada por el gastado
filamento de una
lamparita tenue, de la silla puesta con el respaldo hacia
adelante y de un partido de truco en
donde los timberos gauchos se juegan la
vida en una mano. Y él que, para mejor, la apuesta
siempre aunque
tenga el cuatro de copas como única carta de triunfo.
Pero no es de Buenos Aires y según
dicen los que saben, el tango es, antes que nada,
porteño.
Pero él vive en Puerto Madryn, pero
también es el tango.
Camina sólo bamboleando la cabeza
para los costados, como si se le estuviera ocurriendo
su mejor poesía
y que indefectiblemente, como corresponde a un verdadero poeta, se la
olvida
justo antes de llegar a la casa y en el momento mismo de ponerse a
escribirla.
Intenta una y otra vez recordarla mientras
trata de embocar temblando la bombilla del
mate amargo en el agujero
de la barba, y ahí le sale. Escribe ansioso y con frenesí en un
cacho de
papel que del otro lado tiene la propaganda de una promoción
de la pizzería de la esquina. Y
termina feliz un par de
versos.
Pero no le sale un tango, pero él
también es el tango.
O sino, en uno de esos periplos lentos por
las calles del centro, su figura que esquiva
como puede a paso tambaleante
las vidrieras de los negocios y los carteles bien iluminados, entra
o mejor
dicho, se materializa en una mesa de café, apoya hombro y sobretodo
contra el vidrio
empañado y escribe. Escribe en una servilleta bien
absorbente con la impronta marrón del pocillo
grabada en un
costado. La punta de la birome desgarra la rugosa piel del papel mientras suena
una FM.
Pero en la radio pasan Pop, pero él
también es el tango.
Tira unas monedas arriba de la mesa,
abolla la servilleta y se la guarda en el sobretodo.
Otra vez camina,
apurado por salir del centro y llegar a terreno conocido, la Yrigoyen oscura, o
la
San Martín de veredas peligrosas, a eso de las dos de la
mañana. Y mientras arrastra los pies
lentos y empuja hacia el cielo
la cabeza abarrotada de recuerdos un gnomo con funyi y pañuelo al
cuello lo chista desde una terraza y le sopla en la oreja otros versos que
lo emocionan tanto que
no encuentra la birome perdida en el fondillo del
saco para retener esas palabras en un pedacito
de servilleta que le
quedó vacío.
Pero el tango no se escribe así
nomás, pero él también es el tango.
Cuando dobla la esquina lo veo desde el
auto, pero no intento saludarlo, sé que no me va a
ver porque estamos
en dos mundos distintos, yo en uno ruidoso y lleno de luces altas y bajas y
él
en un paraíso de pensamientos e imágenes que me son
inalcanzables.
Pero al cruzarlo alcanzo a escuchar bien
de lejos a un bandoneón que toca un tango que
nunca nadie oyó,
lento, nostalgioso, que el ruido de sus zapatos torcidos golpeando sobre las
baldosas irregulares de la vereda acompaña, aunque a destiempo. Y
ahora sí que estoy seguro, ése
tiene que ser el mejor tango
que nunca jamás escuché, porque él, Miguel
Oyarzábal, también es el
tango.
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