LA MUERTE
Un gato aplastado en la avenida que recibe furtivamente la sombra de un camión que lo abraza con sus ruedas mientras se pudre al sol del mediodía. Miles de autos que lo esquivan para no manchar sus Firestone sin cámara con el incipiente charco de sangre que va brotando de la masa peluda e informe.
Una caravana lenta pasa secundando a dos coches fúnebres, adelante va un cajón de madera fina lustrada y con arreglos florales caros a su alrededor, el segundo es un Fairlaine que lleva gente de negro y llorosa, luego siguen otros autos con rostros tristes que se van alegrando un poco a medida que llegamos a la cola de la caravana. Todos esquivan sistemáticamente al cadáver del pobre gato, menos un auto deportivo con capota que sale a toda velocidad desde atrás de la fila fúnebre, pasa uno a uno los autos del cortejo y vuelve a aplastar sin mirarlo al pobre despojo de gato, que revienta una vez más y larga el último chorro de la poca sangre que le quedaba.
El cortejo sigue a paso lento su camino al cementerio, mientras pasan frente a una pescadería llena de muertos acuáticos, todos con los ojos abiertos, esperando resignados servir de alimento a muchos que por ahora, sólo por ahora, no se morirán. Una señora sale con una bolsa llena de pescado. Se queda parada en el borde de la vereda esperando que pase la fila interminable de autos, mientras se queja airadamente por la demora. Un cadáver se resbala del paquete de papeles de diario y cae en la avenida, justo cuando pasa el ataúd.
Vuela una hoja del periódico manchada de grasa, con la noticia de la caída de un avión de pasajeros. 125 muertos que sirvieron nada más que para cobijar por un rato al pescado de ojos saltones, sólo hasta que llegue a la sartén.
Pero el cortejo sigue su paso firme, ajeno a todas estas desgracias.
Entran a un cementerio de paredes descascaradas y atraviesan un sinfín de tumbas carcomidas. Paran en las cercanías de un pozo recién cavado y bajan. Con sumo cuidado y sin hacer mucho ruido se acomodan uno a uno alerededor del agujero, mientras algunos hombres bajan respetuosamente el cajón del muerto. Unos metros más atrás, están los cuidadores de cementerio, acaban de fumigar un hormiguero bastante grande con millones hormigas que estaban desmoronando lápidas con sus excavaciones, por el solo hecho de procurarse comida. Dentro del agujero principal yacen miles y miles de seres callados y estoicos que mueren sin cortejo. Los cuidadores ahora arrancan yuyos que se amontonan en una pila creciente de muertos vegetales que pronto el sol secará sin miramientos.
Termina el servicio fúnebre, y cada uno de los participantes va a su casa, a continuar con la rutina de vivir en un mar de muerte que de tan conocido es rutinario.
El agujero para la tumba ya está tapado y emparejado, algunas hormigas sobrevivientes vuelven tozudamente a arremeter contra los bloques de cemento y mármol.
Los autos retoman la avenida, ahora bastante más rápido. La pescadería está cerrada, desapareció en el aire el papel de diario con la noticia trágica que a nadie interesa, los pescados ya fueron tragados sin culpa y del gato queda nada más que un felpudo seco y deforme que se va desintegrando.
Aquí no ha pasado nada, todo vuelve a la normalidad.