FIN DE LA SECUNDARIA Y COMIENZO DE OTRA HISTORIA (Noviembre, 1979)

Con el delirio de carpetas rotas y papeles planeando en la brisa suave de noviembre, apenas

nos damos cuenta que se termina una etapa de la vida en que se experimentan cosas increíbles,

difíciles de contar y de entender luego del paso inclaudicable del tiempo.

Atrás quedan compañeros inefables, profesores y preceptores que a veces desencajan en el

contexto de la adolescencia. Con aprendizajes, algunos forzados y otros buscados por iniciativa

propia, de materias que no enseñan en ningún colegio.

De los profesores, buenos o malos, siempre queda un recuerdo que se va borroneando de a

poco hasta llegar a idealizarlos como personas comunes y macanudas, con algún que otro defecto

pero todos sobrellevables, menos ese viejo de Matemática que nos mantuvo todo el año en vilo con

la promesa de enseñarnos al finalizar las clases el esperado "Teorema de la gallina". El tipo se hizo

el gracioso y simpático durante todo el año y en cuanto tenía una oportunidad prometía entre risas

exponer dicho teorema, que todos esperábamos con ansiosa curiosidad. Pero resulta que al tarado

se le ocurre enojarse por una pavada el último día de clase, cuando estaba exponiendo la hipótesis

e inmediatamente se agarró de esta excusa para suspender de manera tajante la explicación. Nunca

más supe en qué consistía el teorema, y la duda me queda hasta ahora. Por eso prefiero a los

profesores serios pero honestos y no a los que escudados en una simpatía mentirosa para quedar bien

con el alumnado, finalmente muestran la hilacha y se presentan como realmente son, unos hipócritas

que sólo enseñan a ser mentirosos y falsos.

No como el profesor Gori, de Prácticas de Química Inorgánica, que a pesar de que estaba

bastante viejito y fumar como un condenado, sabía perfectamente que le afanábamos los cigarrillos

de su delantal siempre colgado en el perchero, pero no decía nada y nos dejaba fumar a escondidas

haciendo como que estaba en otra cosa, como corresponde a todo hombre de bien que conoce a

fondo la psicología estudiantil.

También pasa a ser historia el inolvidable viaje a Bariloche, con amigos y compañeros con los

que nos prometemos seguir viéndonos pero que después, absorbido por la vida real, se van

evaporando hasta desaparecer y quedar algunos pocos, a veces nada más que porque viven cerca. Ese

viaje merece ser recordado en todos sus momentos, pero de todos los delirios y locuras desde que

me subí al tren en Constitución me queda el recuerdo de la hermosa Lucía, que conocí en aquel vagón

ruidoso que compartíamos con su división de colegio Normal, y que por dejarme arrastrar por el

delirio de un libertinaje descontrolado de mis secuaces, no di pelota a su predisposición favorable

hacia mi persona. Después, ya de regreso y pasados unos pocos días del retorno, me decido a

encararla y me voy con el cabezón Rodríguez a esperarla en la puerta de su escuela, simplemente

responde a mi propuesta de noviar con un triste y lapidario "No, ahora ya no".

Se terminan los partidos en la plaza cercana, los bléiseres con un olor a pucho que apestan,

los atardeceres eternos en el bar El Ladrillo donde sentados con otros pibes que intentaban ser

creativos nunca pudimos componer una canción entera, más allá de algunas netamente picarescas que

luego cantábamos en el buffet e intentábamos enseñar al resto sin éxito.

 

Como por arte de una magia nefasta no me doy cuenta que mi abuela ya no me va a cocinar

los guisos apurados del mediodía, ni la voy a poder atormentar más con Deep Purple a todo volumen,

ni mi vieja va a dejar pasar más que sabe que estuve fumando a escondidas pero no dice nada. Y

todos esos amores tan pasajeros como olvidados y truncos pasan a ser nada más que recuerdos, y eso

que en su momento cada uno fue fundamental.

 

Al llegar a este momento veo que, como en el teatro, vivimos cosas que nos marcarán para

el inmenso resto de lo que queda de vida, tristezas, alegrías, felicidad, angustia. Pero ahora ya no

importa. Ya pasó.

Después de los festejos cervezales en los jardines de Palermo, el retorno a la puerta de la

escuela para dar el último adiós burlón a un edificio que nos mira irónicamente porque sabe que se

termina la fiesta, me despido alegremente de los pocos que quedan todavía cuando ya cae la noche

en Buenos Aires y comienza el ansiado viernes. Otro viernes de aventuras deambulando por calles

viejas de Ramos o de Flores, intentando una vez más seguir el ritmo de la plástica música pop para

aparentar estar a la moda, intentando seguir a Walter en su descarada locura de verano.

Me tomo el último 181, miro por la ventanita y todo sigue igual, indiferente. El Plato Volador

con su submundo amenazante, gente corriendo por todos lados en Lope de Vega y Beiró, otros

colectivos de colores variados, de filetes antológicos que pasan en todas direcciones, ruido de música

lejana que seguro sale de la pizzería de la esquina, las luces de mercurio que iluminan a medias, paso

la General Paz y se desvanece el bullicio para dar lugar a otro tipo de inquietud, la sombreada

animosidad del suburbio, del Gran Buenos Aires con baches pronunciados en la Avenida Alvear,

rápida y peligrosa, sobre todo de noche. Paso la cancha de golf, lugar de históricas gestas deportivas,

la escuela de mi primaria, Sargento Cabral, que sigue ahí y que después de mucho tiempo me doy

cuenta que todavía existe, no sé porqué me doy cuenta justo ahora, paso la placita oscura con

hamacas rotas y abandonadas y se acerca mi parada, un par de cuadras antes me levanto del asiento

y me paro frente a la puerta trasera, toco el timbre, se abre la puerta y me largo a la calle con lo que

queda de mis libros y la corbata en la mano, al bajar veo que el 181 me hace un guiñe con la lucecita

de la derecha, no sé si porque va a doblar o a manera de despedida, porque sabe que es la última vez

que me va a ver con el bléiser que ya se muere, llego a casa, no veo a Don Ramón en la vereda de

enfrente, sí a mi abuela que me espera por última vez en la puerta, entro y mi mamá me cuelga por

última vez el bléiser en el ropero, el atado de Marlboro está en el bolsillo interior, pero ya no me

preocupo en ocultar los fasos, hace rato que fumo abiertamente en mi casa, desde cuarto año creo,

pareciera que ya soy grande, pero la vida recién empieza.

 

 


[DIR]Volver a página anterior
Copyright © 1998 by El Bardo
All rights reserved. No part of this book covered by the copyrights hereon may be reproduced or copied in any form or by any means - graphic, electronic, or
mechanical, including photocopying, recording, or information storage and retrieval systems - without written permission of the author.