INESPERADO ENCUENTRO (Octubre, 1979)
Con el peso de las actividades escolares y el descubrimiento de nuevos lugares y nuevos
amigos, la secundaria me fue alejando un poco del barrio.
Aunque no tan lejos como para no seguir en contacto con Walter y los más íntimos de la
barra, acepto que ésta ya estaba un poco distanciada y desarmada.
De todas maneras perseveraban aún costumbres fuertemente arraigadas entre nosotros cuando
el tiempo y las circunstancias lo permitían, cuando no había otra cosa más interesante para hacer.
Entonces nos sentábamos en la esquina a charlar de fútbol o mujeres, hacer algún que otro
picadito o juntarse en la casa de alguno a ver partidos en la tele o a escuchar discos de progresiva.
El 181 había desplazado definitivamente a las caminatas por las cuadras aledañas y amenazaba
con eliminar a la bicicleta, ahora un tanto menospreciada, por la sencilla razón que nuestros
horizontes no se limitaban a unas cuantas cuadras del barrio o a eventuales y puntuales viajes al
centro de Caseros o a Lope de Vega y Beiró. Nuestros horizontes eran hoy mucho más amplios e
imposibles de recorrer caminando y aún en bici.
El único e imprescindible medio para salir del barrio, el 181, era el que nos llevaba a algún
lugar con más movimiento desde donde indefectiblemente teníamos que tomar algún otro bondi o tren
para acceder a sitios que hasta hace poco eran impensados.
La barra se diluye poco a poco, aparecen amigos que viven lejos, novias más lejanas todavía
y cuyas moradas están en lugares nunca coincidentes con las novias de los otros. Entonces en esos
momentos cada cual, si bien viaja en la misma e indefectible línea roja y blanca, toma colectivos de
distintos horarios y en distintas direcciones.
Los lugares del barrio que antes nos demandaban viajes impredecibles y aventuras
emocionantes pasan a ser calles descoloridas y sin ningún interés. La casa de los nísperos hace rato
que no es saqueada por ninguno de nosotros, aunque en las ramas arrancadas que pueblan la vereda
se nota la presencia de una generación inmediata inferior a la nuestra que cumple con el deber sagrado
de diezmar los arbustos de manera constante.
Los intransitables potreros de las vías del ferrocarril, misteriosos y temidos predios, hoy son
nada más que simples potreros, descampados solitarios y aburridos que pasan a toda velocidad por
la ventanilla del 181. Desde la vez que casi nos trenzamos con la barra del ferrocarril no volvimos a
esos lugares en forma efectiva, solo los atravesamos de pasada hacia un lugar mucho más lejano.
Nunca más volvimos, no por temor a aquella paliza prometida, sino porque abandonamos sin
darnos cuenta esa costumbre, como dejamos de lado tantas otras cosas en tan poco tiempo.
Mis revistas de historietas están guardadas en un cuartucho mal iluminado escondido en un
rincón de mi casa al que nunca intento llegar, prontas a desaparecer en cualquier momento. Ya las
olvidé, como olvidé los viejos juguetes de la infancia que mi mamá regaló a algún primo tercero o que
guardó con delicadeza para que sirva como recuerdo triste de cuando era chico, junto con el álbum
de fotos en blanco y negro que algunas veces hojeé para sorprenderme al ver a ese hombre bastante
bien formado y joven, con un bigote finito y un bebé en brazos que no se me parecía en nada y una
muchacha bonita con un peinado de bucles grandes de principio de los sesenta, que sí se parece
mucho a mamá.
A los juguetes los reemplaza la Fabrison, que insisto en tocar con pocos pero prometedores
resultados y los adorados discos de vinilo, a las historietas algunos libros un poquito más complicados
que no llego a entender bien pero que igual de vez en cuando leo, a las competencias constantes en
la calle con los otros pibes las voy cambiando por otras más crueles y dolorosas con pibes grandes,
casi hombres, a los dibujitos animados los reemplazo por noches desveladas escuchando en la radio
a Modart en la Noche, Beatlemanía o El Tren Fantasma con la entrañable voz de Omar Serasuolo.
Sin embargo, en medio de esta ruptura invisible por ahí suceden cosas que nos hace retornar
viejas sensaciones olvidadas.
Entonces pasa que caminando al azar por algunas cuadras cercana a casa, deambulando a pie
nada más que por capricho hasta el centro de Caseros para tomar el 343 hasta la casa del Cabezón
Rodríguez, me encuentro con un recuerdo, un fantasma que hacía mucho estaba totalmente fuera de
mi mente pero que al verlo me hizo volver a los viejos temores infundados de los 11 o 12 años.
Por la vereda de enfrente, con su inconfundible imagen flaca y oscura, viene caminando Peto,
transformado en un hombre joven pero ya hombre, con el eterno pelo negro y largo que le cae
tapándole los hombros. Su presencia me toma tan de sorpresa que se me hace un nudo en la garganta
al aflorar de nuevos viejos miedos que estaban enterradísimos en mi memoria.
En un primer momento decido seguir caminando con la mirada hacia adelante, simulando que
no lo vi, pero mis ojos se clavan en esa imagen conocida y no puedo controlarlos. No voy a exagerar
diciendo que tenía miedo, pero prefería no entrar en contacto con el sujeto, quizá por viejos rencores
que no me abandonaban.
Calle de por medio, nos vamos acercando hasta que puedo ver su rostro claramente que
también me mira. Habían pasado cinco o seis años de nuestro último encuentro cuando, todavía pibes,
su estampa amedrentadora nos quitaba el sueño.
- Qué hacés Beto!
Me grita desde enfrente, como para no dejar dudas que me vio y de que yo lo vi.
- Peto, cómo andás?
Le digo con un tono mentirosamente amistoso. Qué me importa cómo anda el guacho éste!.
Mayor es mi sorpresa cuando en lugar de su acostumbrada mueca agresiva y amenazante se
le dibuja en la cara una especie de sonrisa honesta y desvía su curso para cruzar la calle y venir
directamente a mi encuentro, extendiéndome la mano.
Antes era imposible pretender que él, justo él, se molestara siquiera a caminar dos pasitos
para hablar con alguien. Lo usual era que te pegara un grito despectivo y altanero y te llamara a sus
pies, como una orden indeclinable dada por un emperador romano al más triste de los esclavos.
Pero ahora era él quien venía a mi posición, y nada menos que para darme la mano como a
un igual suyo.
Cuando lo tengo cerca veo que su rostro no ha cambiado mucho, el pelo sigue igual de largo
y desaliñado y su físico creció un poco desde sus trece años, pero no más que el mío. Ahora le llevo
como una cabeza de ventaja.
Le doy la mano y me palmea con la otra en el hombro.
- Qué hacés, loco, tanto tiempo, dónde andabas?
Después de todo este cambio, ya nada me sorprende. Peto ahora es amigable, simpático y
respetuoso. No sé qué le pasó, pero ya no me asusta. Al contrario, su actitud amistosa me da una
alegría que me fuera negada durante gran parte de mi infancia: ser considerado como un igual del
capo de los capos de las barritas de Caseros, el temido Peto.
Me siento como si hubiera aprobado la materia más difícil o como si me hubiera ganado a la
chica más linda del baile. Mi postura dubitativa del principio también cambia para devolverle la
sonrisa y mirarlo fijo sin desviar la vista.
- Y... estudiando, viste? Y vos, qué hacés?
- Trabajo en una matricería, me va bastante bien. Había empezado la secundaria y largué en segundo
año. Pero... estás apurado? vamos a tomar algo?
- Bueno, voy para Caseros. Si querés podemos tomar unas cervezas en el boliche del andén.
Retrocediendo el camino andado, Peto me acompaña hasta Caseros. La charla se torna más
suelta y de a poco voy adquiriendo la dimensión exacta de este personaje que antes me pareciera
inalcanzable.
Es nada más que un flaco como yo, con problemas, alegrías, virtudes y defectos que no se
diferencian con los de algún otro cualquiera.
Como si fuera un viejo amigo (lo sería?) me cuenta que se está por casar, que va a alquilar
cerca de lo de la vieja y un montón de cosas más mientras las jarras de cerveza sin espuma se van
vaciando.
Después de un rato nos despedimos con un apretón de manos más fuerte y más auténtico de
mi parte y con un "Chau, nos vemos".
Peto vuelve a tomar el camino desandado y yo me voy apurado a la parada del 343, ya son
como las diez de la noche y le había prometido al cabezón que a las nueve iba a ir a morfar a la casa.
A lo lejos veo que la figura ahora menuda de Peto se confunde con el gentío en la vereda de
la otra cuadra. Me siento mucho más tranquilo, aliviado de un mal recuerdo que si bien hace tiempo
se había transformado en algo sumamente leve y sin demasiada importancia, de vez en cuando
reclamaba mi atención. Ahora me saqué un inesperado peso de encima.
Evidentemente la gente, sobre todo la salida de esa masa humilde de los barrios o del campo,
no es tan mala como parece.