VIAJES VARIOS (1979)
Un viernes a la noche la ruta 14 nos encuentra a Walter, Osvaldo y a mí arriba del Opel taxi
yendo para Entre Ríos. El autito no daba mucho, pero Osvaldo, agarrado con ganas del volante, no
dejaba de pisotear el acelerador hasta casi agujerear el piso. En poco tiempo más llegaríamos a Colón,
paraíso soñado donde pasábamos algún fin de semana de vez en cuando.
Esa vez salimos tarde, como a las once de la noche, hora no muy aconsejable para viajar
aunque llegamos rápidamente y tan sanos como habíamos salido, a pesar del susto de tragarnos un
camión que se nos venía encima y que Osvaldo supo esquivar magistralmente.
Llegamos a Colón como a las tres de la mañana y sin siquiera pasar por la casita que hacía
poco había comprado mi viejo, que por ese entonces andaba bastante bien de laburo, nos vamos
directamente al bowling del centro. La casa era bastante precaria pero confortable y quedaba a unas
pocas cuadras de la playa. En realidad, todas las casas quedaban cerca de la playa, sino no eran de
Colón.
Todavía quedaba bastante gente en el bowling, entramos y como de costumbre Osvaldo hace
una rápida estimación de la presencia femenina en el recinto, que no era mucha pero la mayoría de
las chicas era rubias y de ojos celestes, todas descendientes de colonos europeos. Pero acá la cosa
no era tan fácil como en Buenos Aires.
En primer lugar, porque las entrerrianas eran bastante más recatadas que las porteñas y
costaba mucho entrar a relacionarse con ellas, más aún en nuestra condición de porteños, de quienes
siempre se desconfiaba bastante.
Segundo, porque los flacos de la zona, aunque nunca nos generaron mayores conflictos, no
estaban muy contentos con nuestra presencia y si bien pocas veces sufrimos amenazas directas, quizá
nunca, se notaba claramente en sus miradas y en sus actitudes que no iban a tolerar que unos
extranjeros les soplaran las damas. Este último escollo era más una persecución mía que una realidad,
porque jamás tuvimos ningún problema salvo una vez en la playa cuando casi nos agarramos a piñas
con unos flacos por un insulso partido de vólei.
Y esto se confirmaba porque tanto Walter como Osvaldo y a veces yo mismo siguiendo la
corriente de ellos, repetidamente encaraban a toda entrerriana que pesara más de 30 kilos y tuviera
pelo largo.
Esa noche pasó entre cervezas, partidos de bowling y Osvaldo charlando sorpresivamente con
dos rubias que parecían felices y divertidas con su presencia. Cuando se hicieron las cinco o cinco y
media de la mañana nos vamos a casa a ahí sí podemos bañarnos y dormir un poquito.
Al otro día, increíblemente temprano, surge la propuesta de seguir viaje, esta vez hasta Paso
de los Libres, donde Walter tenía una tía. Tanto él como yo no teníamos suficientes recursos
económicos como para llegar hasta allá, pero Osvaldo, que era el único que laburaba, tenía algunos
pesos con los que llenamos el tanque del Opel y salimos otra vez a otro viaje extenuante con el sol
quemando ruta, gomas, chapa y viajeros.
Después de un mediodía de terror, tragando litros de gaseosa que de entrada estaba fría pero
que no tardaba en entibiarse, llegamos a destino.
La tía de Walter, emocionada y con gran sorpresa nos recibe desbordando de alegría,
entramos a la fresca casita correntina y luego de la protocolar charla de presentación y descripción
del estado de la familia de Walter, salimos al pueblo.
Ya en la puerta, vemos enfrente a una correntinita muy bonita que al vernos se sorprende pero
no nos quita los ojos de encima. En particular no deja de mirar a Walter, que ya se dió cuenta de la
situación. La morocha, de unos 18 años como nosotros, tenía una remera tenue y ajustada y una
minifalda que apenas le tapaba unos pocos centímetros de pierna, dejando ver unas gambas bien
formadas y ágiles.
- Qué hacés, te quedás?
Le pregunta Osvaldo irónicamente.
- Sí, después los alcanzo.
Walter responde sin sacarle la vista a la chica. Sin mirar la calle de pedregullo áspera cruza
y se acerca a hablarle. Ella hace como que está barriendo y como que no percibió que Walter se
acerca, pero ya está todo cocinado. No le cuesta nada a mi amigo lograr una atención de la niña que
es como un presagio del amor que se avecina.
- Vamos Beto, dejalo al nabo éste y vamos a morfar algo.
Caminamos un rato por el centro hasta que llegamos a una pizzería de paredes viejas y
descascaradas. No había pizza, pero nos comimos unos churrascos medio crudos pero riquísimos.
Fue pasando el día y llegó el atardecer, momento que definimos como el de la partida para
regresar a Colón, más exactamente a Concepción del Uruguay, una ciudad populosa cercana, para
ir a bailar a Sarao, un boliche modernísimo y fastuoso que ya conocíamos de un viaje anterior.
Llegaba la hora y Walter no aparecía. La tía tampoco sabía dónde se había metido. En un
último intento me cruzo a la supuesta casa de la morocha y golpeo la puerta de chapa. Sale una
señora en ruleros.
- Perdón, buenas tardes. Estoy buscando a un muchacho ...
- Ah, sí. Salió a caminar con mi hija. Creo que iban al centro.
Así de fácil era la cosa en Paso de los Libres?. No sé si da para asombrarse tanto, pero tanto
Osvaldo como yo, que ya no teníamos nada que hacer por allí, estábamos desesperados por rajar.
Pasaban los minutos y casi no quedaba tiempo para regresar, bañarnos y salir.
Subimos al Opel y salimos a recorrer una vez más el pueblo. Increíblemente como a los dos
minutos de dar vueltas por la zona lo veo a Walter y su nueva pareja abrazados y caminando a unos
pocos metros.
Osvaldo para el auto y desde la ventanilla le grita.
- Che, qué hacés, vamos o te quedás?
Walter suelta a la morocha, lo que le cuesta bastante y se acerca al auto.
- Me quedo, locos, vayan ustedes que yo me quedo en lo de mi tía.
- Pará, boludo, que estamos en el culo del mundo. Cómo te vas a volver?
- No sé, qué me importa.
Para Walter siempre la vida era lo que iba a pasar esa noche. De ahí para adelante no existía
nada más.
- Estás seguro loco, mirá que nos vamos eh?
Las amenazas de Osvaldo no surten efecto.
- No hay drama. Ah Beto, si para el lunes no vuelvo avisale a mi vieja que estoy acá.
Lo saludamos con envidia y salimos de regreso. Llenamos el tanque en una YPF de la salida
de la ruta y volvemos al gigantesco Entre Ríos.
Walter se quedó como un mes. Le avisé a la madre, que al tiempo le mandó un giro con unos
pocos y desesperados mangos.
Cuando volvió a Buenos Aires, enamorado hasta el caracú, no podía hacer otra cosa que
hablar de su novia correntina. Claro que esto duró unos pocos días, enseguida todo volvió a la
normalidad y Walter retomó por suerte su rutina delirante.
Mientras tanto, seguían los proyectos de viajes. Era un año bastante movido y en la escuela
estaba todo listo para el viaje de egresados. Bariloche era el broche de oro esperado por todo
estudiante que se precie.
Después de tediosas rifas de las que mi mamá terminaba comprando la mitad, bailes casi
siempre mal organizados pero divertidísimos, sacrificios incontables para juntar unos pocos pesos de
los ya poquísimos que me tiraba mi vieja a los ponchazos y un par de derrotas televisivas en los
programas que regalaban el fantástico viaje, pudimos reunir los fondos para pagar pasaje y estadía.
Llegó el día esperado de la partida y allá estaba toda la división, en el andén de Constitución,
subiendo a los empujones a un tren atestado de estudiantes y unos pocos grandes que trababan sin
éxito de calmar los ánimos.
Con un mínimo bolsito que mamá me preparó a último momento, y la inseparable guitarra,
atrapo junto con el resto el vagón que nos toca y después de un rato de griterío y despedida
apresurada comienzan a sonar las ruedas metálicas sobre los rieles. No esperan 30 horas de tren,
atravesando olvidados parajes y campos larguísimos y cada vez más vacíos a medida que pasan los
kilómetros y nos acercamos a destino.
En el tren corren todo tipo de bebidas alcohólicas, desde cerveza y vino hasta unas petacas
de un Tres Plumas fuertísimo que el cabezón Rodríguez había traído para contrarrestar el frío, pero
que entre él, el colorado García y yo las acabamos a la altura de Tres Arrollos.
Compartimos el vagón con una división de colegio normal, todas chicas no muy
acostumbradas a la presencia en masa de chabones dispuestos al levante desde que se suben al tren,
chicas que parecen tímidas pero que no tardan en descontrolarse y prenderse sin retaceos en un
desorden juvenil solamente limitado a medias por la presencia de unas profesoras pesadas y la
aparición furtiva del chancho que insiste en contar a los pasajeros pero nunca lo consigue.
Antes de ver Bariloche se establecen algunos contactos con las niñas, proyectos de futuros
encuentros en la ciudad prometida. Una de ellas, Lucía, me da calce, pero no le doy mucha
importancia en ese momento, error del que me arrepentiría luego.
Llegamos, bajamos y corremos hacia el hotel que nos toca, acompañados de algún guía o algo
así que nos indica el camino. El hotel es un descontrol, manadas de pibes que entran y salen sin lógica
alguna. A pesar de los esfuerzos inhumanos del experimentado hotelero de coordinar alguna clase de
orden, el recinto se transforma en un quilombo de gritos, música, corridas, ropa tirada por todos
lados, latas de cerveza abolladas y planes de ataque a cualquier ente que pase cerca con pollera o que
tenga una mínima similitud a una mujer.
Guille rápidamente captura a una de las del colegio normal, con su galantería logra enamorar
a la víctima que en poco tiempo está a sus pies. No sabe lo peligroso que es enamorarse en Bariloche.
A la noche salimos como saqueadores a cualquier lado donde se vean luces de colores y
música fuerte, son 7 días y 6 noches donde está prohibido dormir y de ser necesaria una siesta, nunca
en el hotel, sí en cualquier plaza si no hace mucho frío o en algún bar mientras el resto toma café.
En cada esquina hay una nueva aventura, en cada excursión a la montaña donde descubrimos
por primera vez la nieve, una nueva sorpresa. Todo es mágico y pasa volando.
Las mujeres son más conservadoras (no todas) y entran en el barullo generalizado pero con
mucha cautela. Por ejemplo, no se gastan toda la guita al cuarto día como nosotros, que sin darnos
cuenta estábamos secos y todavía faltaban como tres días de vacaciones. La comida estaba asegurada,
incluida con el pago del viaje en un restaurante frente al lago donde se congregaban tres o cuatro
divisiones, tratando todos de atrapar el mayor morfi posible y con flanes voladores que pegaban a
traición en la espalda o en la cabeza de víctimas descuidadas.
Pero para las salidas había que ingeniárselas como se pudiera, colándose en el baile o en la
aerosilla, esto último bastante improbable.
Así es que en el viaje de regreso tenemos que mendigar casi de rodillas algunas Criollitas y
a veces unas maravillosas milanesas que no sé cómo las chicas tenían en unos bolsos destinados
solamente a comida. Al principio nos tiran con cierto recelo algún mendrugo, retaceado sobre todo
porque no le di bola a Lucía y porque a último momento, antes del regreso, Guille pateó a su furtiva
novia. Estaba condenado a no comer por 30 horas, o a morfarse las pocas vituallas que nosotros
podíamos acercarle de las ínfimas que íbamos recibiendo.
Hambriento y cansado, duermo la mayor parte del trayecto y al despertar veo las primeras
luces de la gran ciudad que se acerca, luces moribundas de suburbios desconocidos, pero que se van
transformando en neones cada vez más luminosos y coloridos hasta rematar en el normal despelote
de ruedas y zapatos de Constitución.
Pasó el viaje, nos queda todavía la alegría de recuerdos inmediatos y anécdotas para toda la
vida, pero este viaje se termina.
Vuelvo a mi casa en colectivo. El boleto lo pagué con unas monedas que me tiró el viejo del
cabezón Rodríguez. Ya es de noche y me alejo del centro. Las avenidas se van despejando y ya no
escucho los ruidos de afuera, todo es silencio. El frío y la lluvia de Buenos Aires son como presagios
del fin de la adolescencia, que indefectiblemente se va y como dice la canción, se va y no vuelve más.