WALTER Y LA CANA (Agosto, 1978)
No parecía que en esos años le diéramos mucha importancia a la situación que se vivía en el
país. Continuábamos con nuestra adolescencia despreocupada de los problemas que para la gente
adulta eran importantes, como el terrible miedo generalizado por el acecho constante de los milicos,
la falta de guita, las desapariciones, etc. para dar lugar a preocupaciones no menos importantes, como
conseguir plata para ir a un recital de Spinetta, poder controlar los esquivos amores pasajeros, o
evitar siempre los sorpresivos pero esperados encuentros con la ley.
Sin embargo en algunos aspectos nos afectaba el estado de sitio y el paso sigiloso de los
patrulleros. En la secundaria los días transcurrían entre clases inconclusas de matemática o literatura,
el pelo escondido debajo de la polera y un buffet en el fondo del patio que era como un oasis en el
desierto de pupitres. Mientras aparecían nuevos horizontes de boliches bailables y viajes cada vez más
largos en colectivo, se iban diluyendo poco a poco los juguetes de la infancia. Los temores por lo que
hasta ayer era desconocido, miedos que hoy parecían estúpidos, daban lugar a temores aún mayores
por la incertidumbre de lo que vendrá. Y el patrullero seguía revoloteando.
Las noticias de desapariciones ocultas, que no aparecían en ningún medio periodístico pero
que se conocían transmitidas de boca en boca, parecían no afectarnos a nosotros, quizá porque los
encuentros con la policía se limitaban a una rutinaria solicitud de documentos y nada más, ya que con
17 años todavía nos perdonaban la vida.
Sin embargo, una vez que fuimos a bailar a Musicats con Walter y otro pibe, tuvimos el
amargo gusto de disfrutar de una noche de calabozo. Musicats era un boliche que quedaba en Flores,
sobre la Rivadavia. Estuvimos un rato en la puerta y al ver ingresar a varias chicas de aspecto
querendón, nos metimos de cabeza con la promesa de amores nuevos. Pero la fiesta no duró mucho.
Walter se puso a beber profusamente, lo que en estos tiempos no le costaba mucho, y repentinamente
nos encontramos con el pibe totalmente ebrio, gritando y provocando exageradamente a uno que
estaba cerca, acusándolo de algo incoherente e inexistente. Lo arrastramos hasta la puerta a
empujones y tratamos de encaminarlo entre los dos por la vereda, tomándolo cada uno de un brazo.
Quiere el destino que justo atine a pasar por ahí un auto de la policía, como adivinando la presencia
de presas frescas. Al vernos clava los frenos colocándose a 45 grados frente a nosotros y sobre la
vereda y esta vez, sin pedirnos, documentos nos llevan derecho a la seccional. Eran como las 2 de la
mañana de una noche fría y cerrada.
Ni bien pisamos la comisaría lo cazan a Walter de una solapa de la campera y le hacen "tocar
el piano". Él sigue con una mamúa impresionante, por lo que no opone resistencia mientras le toman
las huellas digitales. Esto lo marcaría para los años venideros. Después de aquella fatídica noche, cada
vez que nos parara la cana se lo llevarían indefectiblemente a mi amigo al verificar en el moderno
Digi-Com del Falcon policial la presencia de antecedentes. Los dos que quedábamos zafamos de
ingresar a los registros policiales luego de una estupenda defensa, comportándonos como dos
señoritos ingleses y respondiendo con un "Sí señor" a todos los sermones pavos que nos espetaban
agresivamente los canas. Pero este acto teatral de respeto por los uniformados no nos alcanzó para
que nos soltaran. Al contrario, enseguida fuimos ir a dar al calabozo, un recinto oscuro y agreste
donde reinaba un frío agudísimo. Era bastante amplio y en el fondo descubrimos unas mantas sucias
(había tres) con las que inmediatamente nos tapamos sentándonos en un piso que se adivinaba mucho
más sucio que las mantas. Nos habían prometido que nos iban a dejar llamar a casa para que nos
pasaran a buscar (derecho reservado solamente a los menores de edad) así que tristes pero
esperanzados nos sentamos a esperar. Los canas de Flores eran bastante tolerantes, no como los de
Caseros, de los que se comentaba que si te agarraban como mínimo te cagaban a palos, y de ahí para
adelante.
Al rato el calabozo se llena de un bullicio con acento pajuerano, entran como en patota unos
10 o 12 tipos en su mayoría borrachos que habían sido extraídos del impenetrable Círculo
Santiagueño, reducto cercano de temible fama. Si antes no estábamos atemorizados por la policía,
ahora sí que había sobrados motivos para cagarse encima. Estos tipos eran peligrosísimos y más aún
en el estado en que se mostraban.
"Traé para acá" me grita uno sacándome de un tirón la manta grasosa. Cuando le toca el
turno a la manta de Walter éste, cuándo no, se resiste. Un instante antes de que le metan un piñón,
con un notable instinto de supervivencia me acerco y les digo "Pará, dejalo que está empedo, yo te
doy la manta". Lo convenzo a Walter de que la suelte y éste, quizá por su estado de amodorramiento,
no opone mucha resistencia.
Fueron cuatro o cinco horas en donde la tensión inicial dió lugar a momentos alegremente
recordados. Al final los santiagueños no eran tan malos, las burlas agresivas iniciales fueron derivando
en conversaciones entre camaradas que estaban padeciendo las mismas desgracias, aunque ellos
bastante más experimentados que nosotros. Al rato aparece un viejito remamado que según el milico
que lo traía era la entrada número 140. Lo ponen enfrente, en una celda para incomunicados de un
metro y medio cuadrado. Ni bien lo meten adentro el viejo se pone a gritar. "Sargento de guardia!
Sargento de guardia!". Por supuesto que no existía tal figura, ni siquiera había un agente raso cerca,
por lo que ante la insistencia molesta del viejo, uno de los santiagueños asume el rol del sargento de
guardia.
- Qué quiere
- Quiero ir al baño
- ¡Espere un momento!
- ¡No puedo más, me hago encima!
- ¡Espere un momento!
Vuelve a repetir el santiagueño, ante las risas generalizadas del resto. Lo más lindo era que
la puerta de la celda del viejo, al igual que la de nuestro calabozo, estaba abierta, por lo que
cualquiera podía haber ido al baño sin problema alguno. Luego se le ocurre a otro santiagueño
continuar con la teatralización y le solicita al pseudo-sargento de guardia permiso para ir al baño.
- Vaya nomás.
Contesta el imitador. El recluso, después de orinar, pasa por delante de la puerta de la celdita
del viejo, lo mira y le dice.
- La pucha, como meé. Menos mal porque no daba más.
El viejito, más excitado ahora vuelve a la carga.
- ¡Sargento de guardia, quiero ir al baño!.
- ¡Espere un momento le dije!
- ¡Pero no puedo más, me hago encima!
- Espere, ya le va a tocar el turno. A ver usted, pase, vaya al baño.
Le ordena a otro santiagueño, que rápidamente pasa al sanitario. El calabozo a esta altura era
una fiesta, todo a costilla del viejito, que entre la borrachera y el acostumbrado respeto por los canas,
después de tantas entradas, no se animaba a desobedecer e ir al baño de prepo.
- ¡Sargento de guardia, quiero ir al baño!
- ¡Espere un momento! Repite el santiagueño.
Luego de unos segundos de silencio se escucha en la celda de enfrente un chorro
característico: el viejo terminó orinando completamente el metro y medio cuadrado. En eso pasa
casualmente por ahí un agente, que al ver el espectáculo, saca al hombre de la celda, lo insulta un
poco, lo pasa al calabozo nuestro y nos ordena a mí y a uno de los del Círculo Santiagueño:
- Vayan por aquel pasillo a la cocina y ahí pidan balde y secador, después limpian bien la celda.
Como la mayoría de las veces en estos casos, las jodas no las pagan los que las hacen, sino
los más giles. Sin intención de desobedecer, nos abocamos a la tarea de limpieza, tarea desagradable
pero que nos sirve para pasar el rato. El santiagueño metiéndole mano al piso como si fuera agua
fresquita, y yo tratando de disimular las ganas de vomitar entre ese olor nauseabundo. Ni bien
terminamos nos llaman a todos y sin ningún tipo de explicación nos dejan ir.
Salimos a la calle, son como las siete de la mañana y el sol ya asoma por entre los edificios
viejos de tres o cuatro pisos. Walter ya está bastante más sobrio, caminamos hasta la Rivadavia, nos
metemos en un café donde pedimos un reparador submarino con medialunas.
Después de esta experiencia inédita, podría calificar de innumerables las veces que Walter
cayó en cana. Pero esto no amedrentaba a mi amigo, al contrario, se lo tomaba como rutina. En los
recitales o en los boliches, ya viendo de lejos a los uniformes azules me decía riéndose: "Bueno Beto,
me parece que hoy duermo con la cana, avisale a mi vieja".
Y tranquilamente esperaba la autoritaria solicitud de documentos. Una vez, cansado de que
se lo llevaran, cuando le tocó el turno de mostrar su identificación (que la tenía) les dijo con
desparpajo: "Bueno muchachos, no tengo documentos, así que díganme en qué lugar del patrullero
me pongo", lo que tomo como una heroica actitud de rebeldía, como rechazo impotente ante las
fuerzas del orden que sin motivo alguno intentaban arruinar la frescura de la juventud, quizá por
envidia, y te llevaban preso, para luego en la mayoría de los casos largarte al otro día sin ninguna
explicación valedera. Esta postura valiente y sin posibilidad de éxito de Walter ante una fuerza
superior, como si fuera un hindú seguidor de Gandhi, merece mi reconocimiento a un hombre que
sin grandes discursos ni pomposos desfiles, supo establecer su punto de vista frente a sus compañeros
y dejar bien alta la bandera de la libertad inocente de tantos pibes que veían pasar su juventud bajo
la amenaza latente de una policía intolerante.