LOS ASES DEL METEGOL (invierno de 1975)
En aquel mes de julio Buenos Aires era una nube gris de cemento y humedad. Bastante frío
para ir a la secundaria, a pesar de la camiseta, camisa, pullover escote en V y el bléiser azul, ese que
parecía hecho de una felpa gruesa que se apelotonaba y caía pesadamente sobre los hombros. Todos
los mediodías, y luego de aturdir a mi abuela con Deep Purple sonando al mango en el combinado
Berkeley, tomaba el 181 que me dejaba a dos cuadras de la ENET 27, en Devoto.
Luego de unas horas de valeroso aguante dentro del aula de la División Segundo Quinta,
escuchando las largas descripciones de la profesora de Historia o de la de Geografía (de la cual
estábamos todos enamorados), se venía el merecido y largamente esperado placer cotidiano: los
partidos de metegol en el bar del club Alianza.
Pero primero había que tomar las notas, pasar al frente, hablar de mujeres inexistentes o
inalcanzables con los otros alumnos, pensar en la Coca Sarli, fumar en el baño y que las horas pasen,
entre la nube estática de polvo de tiza y la tensa vigilancia de nuestro preceptor, hombre duro e
insobornable que una vez había reventado a piñas adentro del aula misma al cabezón Rodríguez.
Sin embargo, por supuesto, al finalizar el turno llegaban los esperados encuentros de metegol
en el Alianza. Junto con mi socio Eduardo Potes, que jugaba abajo, formábamos una pareja
prácticamente invencible, logro obtenido a costa de largas horas de práctica enfermiza. Teníamos el
record absoluto de 42 partidos sin perder la mesa, y todo principalmente gracias a Eduardo, que tenía
un gancho impresionante tanto a izquierda como a derecha.
El tipo pisaba la pelota con el defensor, la paraba, observaba el campo mientras yo levantaba
las dos líneas de jugadores (medio y delantera) hasta descubrir un hueco, y luego de la consabida
pisada y giro del jugador mandaba un impresionante shot que por lo general se clavaba en el arco
contrario.
Por mi parte, como delantero tenía una importante habilidad en el manejo de pisada de pelota
con el jugador tirado hacia atrás, en la "cucharita", que consistía en arrastrar la pelota con el costado
del número siete hasta obligar al defensor contrario a cambiar de jugador, momento en el cual se
hacía un pequeño movimiento del delantero para poner a la pelota por delante del jugador y muy
suavemente, casi en cámara lenta, tocarla al arco, ante la desesperación del defensor que veía cómo
se le colaba la pelota sin tener tiempo de intentar algún rechazo.
A pesar de tener un gancho un poco débil y sin puntería, tenía una jugada característica que
intentaba en todo momento: "La pavota", que consistía en hacer el gol sin tener la pelota. Esta jugada
se hacía cuando la pelota estaba en poder del defensor. Yo seguía el trayecto de la misma con alguno
de mis delanteros esperando el momento en que el contrario pateara. En ese instante, parado frente
al jugador que iba a rematar y casi al mismo tiempo del disparo del defensor efectuaba un remate al
aire, con lo que lograba capturar por una milésima de segundo la pelota ya lanzada en mi contra e
invertir la trayectoria del balón, con una fuerza que sumaba el envión del defensor más el disparo mío.
El tiro salía tan fuerte que prácticamente se perdía de vista la pelota, que en la mayoría de los casos
se clavaba en el arco contrario, a tal velocidad que en algunas oportunidades tuvimos fuertes
discusiones con los rivales, que aseguraban que la pelota había entrado en nuestro arco.
Potes también hacía otra extraña jugada que consistía en "morder" la pelota con el defensor
hacia atrás, tocándola apenas y sin llegar a pisarla, con el jugador a un costado de la cancha. En esta
posición daba un fortísimo medio giro al jugador de manera que la pelotita era lanzada hacia atrás
pero con una gran fuerza de rotación hacia adelante, con lo que ni bien tocaba la tribuna trasera salía
disparada con todo hacia adelante, y por más que encontrara algún jugador contrario que
obstaculizara su trayecto, al tener esa tremenda rotación forzada golpeaba contra el jugador, se corría
un poquito y seguía hacia el arco contrario. Algunos tiros fueron verdaderos golazos obra de un
maestro.
Ese día de invierno, como todos, íbamos a ir al Club Alianza a jugar, pero a Potes se le
ocurrió otra alternativa. Al salir de la escuela, saca del bléiser la mitad de un Marlboro que había
dejado a medio fumar en el recreo largo y lo enciende protegiendo el encendedor en la palma de su
otra mano.
- ¿Che, y si vamos hoy al Plato Volador?
En principio dudé un poco, El Plato Volador era un sitio un tanto peligroso e inseguro, allí
estaba Pocho, el encargado con cara de indio que vendía las fichas para pool y metegol y, por otra
parte, supervisaba a los flacos que hacían venta ambulante de helados Frigor, algunos a pie y otros
en bicicleta. Yo no había pisado más el lugar desde que me retiré de la venta de helados (que duró
menos de una semana) en el verano pasado, así que no tenía muchas ganas de volver a verle la cara
a Pocho.
El lugar no me gustaba mucho, no era muy frecuentado por estudiantes y el ambiente a veces
se ponía medio pesado. Por supuesto igual fuimos, no sea cosa que Eduardo se piense que tengo
miedo. Al llegar estaba ocupado sólo uno de los cuatro metegoles disponibles, así que esperamos a
que terminaran el partido y le jugamos a los ganadores por la ficha. Compré una sola, ya que nos
teníamos tanta fe que con una nos sobraba para seguir hasta las 8 de la noche.
Ni bien comenzamos ya se notó la diferencia abismal de calidad con nuestro contrincantes:
pateaban del medio, a veces hacían molinete (ambas cosas totalmente prohibidas), así que fácilmente
nos pusimos en ventaja y terminamos ganando 6 a 1 (con siete pelotitas al cuarto gol ya estaba el
partido ganado).
Mientras jugábamos entraron al establecimiento algunos estudiantes más de otros años y
cuatro flacos de pelo largo mucho mayores que nosotros (20 a 24 años) que se paran en nuestro
metegol y con cara de pocos amigos nos desafían por la mesa. Aceptamos, pero al empezar a jugar
la cosa estaba tremendamente pesada, los tipos nos cargaban indirectamente pero las alusiones que
hacían eran claramente para nosotros. Yo, previendo que se pudría todo, le digo por lo bajo a Potes:
- Dejala entrar, perdemos y nos vamos.
Potes me mira digamos como con lástima.
- No.
Balbucea, mientras tanto uno de los dos que no jugaban agarra un taco de billar y se para al
lado mío. En ese momento Potes para la pelota, la pisa y efectúa uno de esos inmortales ganchos
fulminantes. Golazo. Encima me mira serio y me dice "Dale, jugá". Uno de los rivales murmura:
- Ojo con lo que hacen, no hagan trampa boluditos.
A esta altura a mí ya me tiemblan las patitas, pero Potes no se achica, para otra vez la pelota
y encaja otro golazo. Ay mamita, sacame de acá. En eso veo que vuela un pañuelo adentro de la
cancha, lo reconozco, era el mío, me lo habían sacado del bolsillo y se lo pasaban de uno a otro.
Alguien pregunta "Che, de quién es este pañuelo?" "Mío" le digo con todo respeto y con la voz
temblorosa, y cuando parece que me lo va a alcanzar amaga y se lo revolea a otro de sus secuaces,
entre risotadas.
- ¡Oleee!
El partido se pone dos a dos, jugaban bien los monos, pero yo no estaba en condiciones
normales para competir, quería perder e irme ya mismo. Potes mete otro golazo. 3 a 2. Los chabones
se ponen más que calientes, ya era inminente el despelote, miro de reojo y mis útiles (Libro de
caligrafía para Dibujo Técnico, Carpeta de Matemática y Carpeta de E.R.S.A. (Estudio de la Realidad
Social Argentina, materia que nunca llegué a entender) estaban demasiado lejos.
- ¡Bueno basta pendejos, tómensela ya!
Grita uno de los flacos que estaba mirando.
- Primero que nos ganen.
Retruca Potes. Pienso "¿Qué decís demente, querés que nos maten?". Sale la pelota número
seis a la cancha, el partido prácticamente no se jugaba, yo ya estaba totalmente ido, rematan los
contrarios sin éxito. Potes para la pelota con el defensor de la izquierda, me grita:
- ¡Levantá los palos!
En un instante acato la orden, Potes la mueve para acá, para allá, acomoda el jugador, mira
el hueco y dispara. Otro golazo, por supuesto, pero sin tiempo a festejar.
El flaco con el palo de pool ahora está frente a mí, los contrarios pegan un grito gutural y
levantan el metegol de los palos para tirarlo encima de nosotros. Doy un paso atrás, pero el del palo
me revolea un tacazo que me pega en el hombro. En la desesperación casi no siento el dolor,
"¡Rajemos Eduardo!" le grito, por miedo a que se quiera quedar a pelear, en cuyo caso también tenía
que quedarme, nada más que para ser masacrado en nombre del honor. Pero no, Eduardo también
encara para la puerta.
No sé como llegamos a la vereda, pero el delirante de Potes todavía tiene tiempo de darse
vuelta y encajarle una piña a uno que nos seguía de cerca. A la carrera ganamos la Lope de Vega y
de ahí en más a correr sin parar y sin darse vuelta. No sé si nos siguieron, lo que sé es que corrimos
como 5 cuadras hasta la parada del 53 en Beiró y Lope de Vega. Allí, contra los vidrios de la pizzería
de la esquina, Potes enciende otro cigarrillo.
- Nos hubiéramos quedado, mañana vamos de vuelta con toda la división y los matamos.
Este tipo está realmente loco, pienso, y entonces trato de explicarle, con tranquilidad, que se
deje de joder, que no volvamos más al Plato Volador y listo. Al final acepta de mala gana.
El final de esta historia es que terminé perdiendo las carpetas que después me costaría un
triunfo volver a copiarlas, con el hombro latiéndome del terrible dolor del palazo recibido, que me
iba a durar como una semana y lo más importante, con el alma herida por entender claramente que
mi actitud cobarde era lo más doloroso de todo y lo más imperdonable para una persona que hasta
allí se creía todo un hombre.
En fin, algo aprendí de todo eso, algo me enseñó Eduardo esa tarde. No es nada bueno
buscarse problemas porque sí nomás, pero tampoco puede uno permitirse dejarse ganar un partido
fundamental al metegol sólo por miedo. Ese partido, ganando, lo perdí, y hoy hubiera deseado haber
salido con los dos ojos compota, la nariz sangrando y el hombro quebrado, dolores que pasan mucho
más rápido que la angustia interminable que acarrea la cobardía.