ESCUELA NUEVA (Marzo, 1974)

Pasó otro verano y otra vez la nerviosa sensación del miedo inexplicable a lo desconocido.

Pero esta vez bastante más justificada porque se trata del primer día de secundaria, con escuela nueva,

amigos nuevos, profesores nuevos y menos cariñosos, preceptores de aspecto indescriptiblemente

serio y bancos desconocidos.

Cómo no va a estar mi abuela presente y dando los últimos retoques de maquillaje al nieto

ante ese evento sin igual. Aún en la puerta y con una carpetita ínfima de primer día de secundaria (ya

había abandonado la valija, junto con el guardapolvo), La Mame insiste en acomodarme el bléiser una

vez más, en deshacer y rehacer por tercera vez en la mañana el nudo de la corbata que sin embargo

me quedaba bien.

Mientras la abuela le pasa la cepillada de despedida al bléiser azul nuevito, salgo decidido a

la parada del 181, máquina viviente que será mi confidente mecánico de todos los triunfos y fracasos

que me esperan. De ahí derecho al ENET 27, en Devoto.

Apenas conocía el edificio, solamente había estado una vez cuando mi mamá me llevó a

inscribirme hace un par de meses y no estaba seguro ni de cuál era la puerta de entrada, aunque por

lo visto en el frente había una sola bien grande y llena de ropa azul y polleras grises.

Me mezclo entre la multitud del alumnado, miro alrededor y nada, no hay caso, ninguna cara

conocida. Las puertas están abiertas, por supuesto, así que me mando en silencio con la vista baja

tratando de ubicarme en algún lugar inadvertido, cuando la voz grave de un preceptor (porque acá

los preceptores y muchos profesores son hombres y encima medio malos, no como en la Sargento

Cabral) anuncia:

- Los alumnos de Primero Quinta, por favor formen acá.

Con la mano señala una imaginaria línea donde se van agrupando otros púberes nerviosos

como yo.

Hay unos tipos muy grandes también de bléiser y pelo largo, creo que son los de sexto año.

Se acomodan de prepo en un lugar que parece elegido por ellos y aparentemente nadie se anima a

contradecirlos.

Pasa un breve pero solemne discurso que no escuché y enseguida entramos a un aula que

curiosamente tenía pupitres individuales, con banco y mesa unidos formando una sola pieza.

Nos sentamos y un pecoso rubio se pone casualmente a mi lado.

- Hola, soy García, vos como te llamás?

No sé como hace el pibe para reírse en este momento de tensa espera. Me presento y

comenzamos una charla que se cortaría de inmediato, cuando vemos entrar al preceptor con traje y

corbata y porte de militar.

- Todos de pie. Les presento a la profesora de Geografía, Señora ...

 

 

El ruido de los 60 zapatos golpeando el piso a la vez y de los bléiseres flameando no me deja

escuchar el apellido. Pero detrás de la figura gorda del preceptor aparece una señora bastante joven

que apenas saluda, acomoda unos libros en el escritorio del frente y sin dar tiempo a ninguna reacción

comienza una clase con mapas europeos.

Pasan las horas, pasan más profesores, pasa el shock inicial y termina el primer día de clases.

Casi empieza a oscurecer cuando tomo el 181 de regreso.

Llego a casa, es tarde pero todavía hay tiempo para contarle a mi curiosa mamá las novedades

de la nueva actividad. Me siento más tranquilo. Pasó lo peor. ¿Qué estará haciendo Walter, que entro

en otra secundaria, creo que bachiller?. Voy a buscarlo.

No pasan muchos días de clase para que alguno traiga los primeros cigarrillos a la puerta de

la ENET. Creo que el primero fue Guille, que pronto se dedicaría a la venta ambulante de cigarrillos

sueltos o por atado.

Como en una actitud de imitar o acercarse a los más grandes, empezamos a fumar torpemente

bien a escondidas, en un recoveco que había cerca de la puerta de entrada o en la plaza contigua a

la escuela. Los de sexto no se escondían, fumaban abiertamente y casi entraban al establecimiento con

el cigarrillo prendido, ocultándolo cancheramente entre los dedos cubriéndolo con la palma de la

mano, para darle la última pitada y tirarlo en la puerta misma del aula sin que ninguno del personal

directivo se dé cuenta.

Pasa el año y de a poco aparecen amigos nuevos, materias nuevas, notas variadas, colectivos

con puerta trasera nuevitos y relucientes, partidos de fútbol en la placita y discursos de Perón.

Pero Walter y los amigos del barrio están ahí, a pesar de quedar un poco olvidados por los

nuevos compromisos tanto escolares como sociales que indefectiblemente se presentan, desde

partidos en canchas lejanas del Parque Saavedra hasta algunos incipientes bailes en los que todavía

apenas pude sacar a bailar tímidamente a alguna chica que salió seguro por equivocación o por

lástima.

Mientras tanto, el Colorado García, el ruso Bravslasky, Guille y el cabezón Rodríguez se

afianzan más como líderes indiscutidos del Primero Quinta. Trato e seguirlos de cerca, imitando sus

modismos y ademanes, pero me cuesta. Igual sigo intentando.

No echo de menos los seguidos viajes a Entre Ríos de antaño, aunque en el verano seguro

que haremos la obligatoria y refrescante visita a los abuelos del campo. Mi viejo sigue viajando

esporádicamente, probando nuevos negocios que muchas veces le resultan exitosos, pero ahora casi

no lo acompaño.

Por lo menos hasta que llegue el verano, momento de volver al viejo y querido barrio, a Entre

Ríos, a los arrollos mágicos poblados de víboras imaginarias de los que no pueden sacarme ni a palos,

a los cuentos inocentes y camperos de mi abuelo Don Carmelo, blanco en canas, a los paseos en su

Valiant I, siempre recién lavado y sin un ruidito.

Pero el verano pasa rápido y sin notarlo vuelven a tallar las clases.

 

 


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