FÚTBOL, FÚTBOL, CONDENADO FÚTBOL (Enero, 1974)
- ¡Pasála, morfón!
El eterno grito que le tiraba a cada rato a Walter, un habilidoso nato pero que como todo gran
jugador del suburbio no largaba la pelota ni a palos. Solamente tiraba un pase si se veía rodeado por
tres o más rivales y estaba a punto de perderla, o cuando la pelota caía en la zanja del costado de la
calle, o cuando ya podrido de las críticas de sus compañeros la tocaba con soberbia para entregarla
mal, de manera que el receptor del pase la perdía indefectiblemente y él, en una demostración más
de superioridad futbolera, tenía elementos para retrucar.
- ¡Ves que te la paso y la perdés siempre, gilazo!.
La cosa que la pisaba lindo y de vez en cuando embocaba unos golazos antológicos. Los
partidos en la calle se habían convertido en verdaderos clásicos, aún a despecho de los vecinos que
emitían continuas quejas tratando de abortar y eliminar definitivamente este noble deporte.
Por un tiempo nos retiramos de las canchas asfaltadas y largas y nos fuimos a jugar a la
cancha de golf, un parque verdísimo que quedaba a nueve o diez cuadras de casa, al lado de las vías.
Allí, después que se terminaban las rondas vespertinas de algunos golfistas cogotudos,
entrábamos en malón a través de un agujero en el alambrado y nos poníamos en la esquina del campo
que daba a la avenida. El pasto era tupido y firme, siempre recién cortadito y con un olor que llenaba
placenteramente los pulmones. Pisando ese suelo acolchonado nos sentíamos como en la cancha de
Ríver, por lo menos.
Al principio el cuidador de la cancha, un viejo bastante malhumorado, nos dejaba jugar en un
rincón, pero ante las quejas de los propietarios se suspendieron los permisos, aunque el alambrado
seguía roto.
Al parecer nadie se enteró de la prohibición porque se continuó igual la actividad futbolera,
pero ahora un poco más cerca del agujero de salida y siempre alerta ante un potencial ataque del
cuidador. Los equipos se armaban antes de entrar al campo, no sea cosa de perder tiempo precioso
de juego dentro del predio. Ni bien pisábamos la gramilla se acomodaban dos pulloveres de cada lado
a manera de arco e inmediatamente daba comienzo el match. Qué lindo era tirarse a los pies sin los
temidos raspones del asfalto, sin impregnar las medias y zapatillas con el insoportable olor a podrido
del agua estancada de la calle.
Pero los partidos no duraban más de media hora. Siempre en lo mejor del encuentro aparecía
el cuidador malandra, que al principio trataba de convencernos con palabras un poco animosas pero
con algún atisbo de cordialidad para que abandonáramos el predio pero luego, al comprender que no
iba a ser fácil privarnos de la libertad verde de correr y patear la pelota con todas las ganas pisando
esa alfombra vegetal, un día se apareció con una escopeta con balas de sal.
Sin dar tiempo a nada comenzó a disparar al montón de pibes que huían desesperados,
dejando en el camino pulloveres y pelota y un gol de último momento que por supuesto fue anulado.
Justo ahora que íbamos ganando se le ocurre rajarnos al viejo éste.
Un balazo le pegó a Walter en la pierna, cerca de la cola y lo dejó rengo hasta llegar a casa.
Entre gritos de dolor ardiente fue curado con quién sabe qué ungüento que le puso El Taelo,
especialista de fútbol de la cuadra y jugador exquisito.
Pero no había caso. La pasión futbolera desmedida nos ganaba una vez más y seguíamos en
la calle, en la plaza o en los potreros que estaban al lado de la cancha de Estudiantes de Buenos Aires.
Este último era un lugar peligroso. Allí se congregaban unas banditas entre las que se
encontraba principalmente la de Peto, temible personaje del bajo mundo ferroviario. Llegamos
nosotros a patear tímidamente y Peto nos desafía. Imposible negarse, el clima estaba bastante
enrarecido y detrás del desafío se mostraba solapadamente la amenaza. Ni bien comienza el partido
nos meten dos goles al hilo. Los tipos jugaban un fútbol sutil y rapidísimo.
Las burlas iban creciendo del lado de Peto, mientras nosotros, en su mayoría pataduras, no
podíamos neutralizar los ataques contrarios. Y entonces Walter, cuándo no, se calentó. En un cruce
intrascendente en el mediocampo le encaja una plancha a un contrario que lo deja tirado retorciéndose
en el piso. Rápido interviene Peto que intenta trompear a mi amigo, que con velocidad se aparta unos
pasos y le revolea una patada que si bien no le pega de lleno hace trastabillar al morocho que cae en
la tierra. Animarse a pegarle al respetado Peto era un acto de valentía único y nunca visto hasta el
momento. Acto seguido y como era inevitable una paliza generalizada, rajamos como locos.
Cruzamos la Avenida Alvear y corrimos varias cuadras sin parar y sin mirar atrás. La barra
se fue diluyendo en cada esquina, cada cual derivando para su casa y Walter y yo, que vivimos uno
enfrente de otro, seguimos juntos la carrera. Pasaron varias cuadras, parece que estamos a salvo, pero
al mirar atrás vemos que Peto y sus secuaces están doblando la esquina y se vienen derecho a
nosotros.
Con el corazón a mil llegamos a casa, pero los rivales no se detienen. Son como cinco a seis
que nos persiguen incansablemente. Nos metemos a toda velocidad en lo de Walter y escondidos bajo
la ventana esperamos. Los vagos permanecen fuera por un rato, saben que estamos cerca e insisten
en esperar a que salgamos. Nos insultan y amenazan hasta el cansancio. Al tiempo, parece que se
fueron, quizá amedrentados por algunas vecinas enojadas que salieron a la puerta al escuchar la
gritería de estos personajes desconocidos en la cuadra.
Nos queda un poco de tensión por las promesas de palizas futuras y la imposibilidad de
acceder a otro potrero por bastante tiempo. Con la cancha de golf y los campitos del ferrocarril
vedados, nos quedaban solamente dos alternativas: volver a los partidos callejeros o ir a jugar
clandestinamente a la plaza, lo que estaba prohibido desde que la habían remodelado, aunque las
hamacas tardaron pocos días en destruirse de nuevo. Cómo no se van a malograr jugadores
fantásticos como Walter con estos tremendos escollos impuestos por una sociedad intolerante.
No importa, seguimos con la rutina del pan y queso y de vuelta a pelotear en la calle o en la
vereda, en sus diversas formas y variantes, metegol entra, cabeza, pateo-mareo, el medio, o
simplemente el fútbol tal como vemos en los partidos de primera, pero con mucho más corazón y
alegría.
Y después de un partido, nada mejor que entrar totalmente mugriento a la casa, recibir los
consabidos sermones maternos y tomarse una leche con Toddy caliente mirando los dibujitos de la
Warner. Eso sí, sin bañarse y con el querido olor a pata que mamá insiste indefectiblemente en que
me limpie, pero que evidencia una vez más la presencia inolvidable de la pelota, la calle y los amigos
de la infancia. Que no se mueran nunca.