FRUSTRADO AMOR DE PRIMAVERA (Noviembre, 1973)
Ya se estaba por terminar la primaria. En la escuela los varones la pasábamos bastante bien,
éramos los más grandes y eso nos daba una serie de atribuciones sobre el resto de los niñitos de los
grados inferiores, a los que tratábamos con desdén y altanería. Éramos los de séptimo.
En los últimos días de clase las nenas, siempre más sensibles, más señoritas y más románticas,
en general mostraban una increíble e inusitada tristeza por el inminente abandono de la Sargento
Cabral, tristeza que tuvo su punto culminante el último día, cuando a coro se largaron todas a llorar
sobre los pupitres.
A nosotros, los machitos piolas, no nos entraba en la cabeza semejante demostración de
dolor, solamente pensábamos en las vacaciones, el viaje a Chapadmalal y en jugar a la pelota en la
calle todas las tardes. Pero de a poquito brotaba una nueva sensación, una nueva necesidad se iba
apoderando de nuestras mentes casi vírgenes: las mujeres.
Si bien ya hacía uno o dos años que teníamos contacto con el sexo femenino a través de
algunas fotos o revistas pornográficas ajadísimas que traía siempre el turco Nafur, creo no
equivocarme si digo que la mayoría sólo había tenido relaciones muy superficiales con el otro sexo,
ni hablar de una auténtica novia.
Ni siquiera Walter, uno de los más entradores y simpáticos, y que además tenía una muy
buena reputación entre las chicas, había logrado algún acercamiento más allá de charlas breves con
las nenas. Yo ni siquiera eso.
La más linda era Ana María, esa que el último día de clase se levantó Walter, mientras lloraba
desconsolada por el final la primaria y el abandono definitivo de esas aulas conocidas.
Primero vi que en el grado mi amigo se le acercaba bastante y la consolaba en su desdicha.
A la salida, entre la multitud lo perdí de vista, raro porque siempre volvíamos juntos, pero tremenda
fue la sorpresa cuando yendo para mi casa con el guardapolvo pintado hasta el cogote junto con
Daniel y otros pibes, vemos que Walter está ¡apretando con Ana María en un banco de la plaza!
Seguimos caminando, disimulando el estupor, pero no hablamos más desde allí hasta casa. La
sorpresa y la envidia eran demasiado para intentar cualquier otro tipo de diálogo.
A mí hacía tiempo que me gustaba Cecilia, una flaca siempre de pollerita y trenzas que vivía
a dos cuadras de casa. Por supuesto que nunca habíamos hablado, ni siquiera en los cumpleaños, pero
hacía bastante tiempo ya que me quitaba el sueño. Aunque esto no me preocupaba demasiado, ya que
el resto de la barra tampoco tenía novia ni mucho menos y, como dice el refrán, mal de muchos,
consuelo de tontos.
Esa noche, último viernes de clases nos encontramos como siempre en la esquina de casa con
Walter, Sata (otro miembro no muy sobresaliente de la barra) y Daniel. Era una de esas noches de
primavera o verano inolvidables con el barrio quieto y el murmullo de la avenida a una cuadra, con
mi viejo y Taelo, el papá de Walter, en camiseta, sentados en la vereda hablando de política, jugando
al truco y tomando vino fresco, con mi abuela riéndose con la vecina y mi mamá que me llamaba
infructuosamente a cada rato para que entrara a la casa.
Enseguida nos colocamos todos alrededor de Walter para que nos cuente su increíble logro
con Ana María y él, haciendo gala de su triunfo amoroso, nos relataba sólo pequeñas porciones de
la aventura para hacerse el misterioso y minimizar el hecho, así nos daba más envidia.
Alguno, menos interesado en el tema y para respetar la sagrada tradición futbolera, pateaba
una pelota de goma contra la pared de la esquina. Después del relato del agrandadísimo Walter salió
de alguien la rutinaria propuesta de ir a robar nísperos a la casa de a la vuelta.
Esta era una actividad importantísima para la barra, sobre todo en las noches cálidas, ya que
se experimentaba una sensación de riesgo y un derroche de adrenalina impresionante. El asunto era
así: a la vuelta de casa, como a una cuadra y media, vivía una señora que tenía varios árboles de
nísperos carnosos separados de la vereda tan solo por un pequeño enrejado. Mientras uno o dos
trepaban a las rejas para alcanzar las maravillosas frutas los otros, abajo, atajaban los nísperos que
el grupo de avanzada iba arrancando, todo esto en el más absoluto silencio y protegidos por la tenue
luz de las lamparitas de la calle que se esfumaban bajo las copas de los árboles. No recuerdo haber
comido fruta más rica.
Otro hurto más audaz era robarle mandarinas a Don Cosme, pero esto lo habíamos
suspendido hacía tiempo, ya que para alcanzar los árboles había que entrar directamente al terreno
del frente de la casa e internarse en él unos cinco o seis metros. Una vez Don Cosme lo agarró a
Walter en plena faena recolectora, arriba del árbol. Sin darle tiempo ni siquiera a bajarse le pegó unos
certeros maderazos en el culo, entre insultos y amenazas indescriptibles. Así que después de esto
decidimos no innovar y volvimos a la rutina del robo de nísperos.
Esa noche me sentía un poco raro, ya que se juntaban en mi mente dos pensamientos difíciles
de resolver: por un lado me gustaba Cecilia pero no me animaba a hablarle, por otro, tenía la
obligación moral de hacerlo, no quería ser menos que Walter, ídolo total del momento. Estaba
enamorado de Cecilia, pero además soñaba con que alguna vez se reunieran todos alrededor de mí
para escuchar atentamente mis logros, lo que no conseguía ni con mis mayores méritos.
Después de la corrida subsiguiente al robo y el reparto del botín sentados contra la persiana
de la esquina de casa, decido contarle mis deseos con Cecilia a mi amigo Walter y de paso, por
supuesto, pedirle consejos. Los carozos de los nísperos regaban la vereda.
Quedamos los dos solos y Walter, luego de escuchar mi confesión, me plantea la estrategia
a seguir con la total seguridad en uno mismo que da la experiencia.
- Mirá Beto, vos tenés que ir mañana y pararte en la esquina del kiosco de Mosquito, del lado de acá.
Cuando Cecilia salga de la casa la encarás y le decís que tenés que hablar con ella. Después te la llevás
para la placita y le decís que le gustás y si quiere salir con vos, y chau. Yo te acompaño.
La propuesta, de tan simple ya me pareció imposible desde el principio. Al otro día me voy
al kiosco, pero sólo, no quería tener la presión de mi amigo. Me quedo esperando un rato hasta que
de repente, como un fantasma, sale Cecilia de la casa. Con el corazón en la boca pienso rápidamente
todo lo que le tenía que decir, avanzo dos pasos. Cecilia, a unos cincuenta metros, se da vuelta y creo
que me vió, ahí nomás giro 180 grados y rajo para el otro lado a paso tendido. Doy toda la vuelta a
la manzana y regreso para mi cuadra. Primer intento fallido.
Al rato me cruzo a la casa de Walter que estaba viendo a Bugs Bunny en la tele tomando la
correspondiente leche con Toddy de la tarde.
- Y Beto, que pasó, te la levantaste?
- Nada, estuve esperando como una hora y no salió.
- Ahora termino la leche, vamos al kiosco y la esperamos hasta que salga eh?
- Sssí, bueno.
Contesto por obligación, estaba acorralado entre Walter y mi vergüenza. Los dibujitos de la
Warner se me pasaron volando, hasta el Gallo Claudio, que era mi preferido. "Vamos" me dice y
tirando la taza sobre la mesa se levanta y salimos de nuevo a la calle.
Otra vez estamos parados los dos en la puerta del kiosco de Mosquito. Éste, al verme
nuevamente por allí nos dice "Che, si no van a comprar nada tómensela de acá, rajen". Nos corremos
un poquito hacia la derecha, igual desde allí se veía la casa de Cecilia. Walter me sigue explicando
la estrategia a seguir. Al ratito sale Cecilia de nuevo, pero por suerte esta vez con Ester, la mejor
amiga de ella que también iba con nosotros a la primaria.
- Andá ahora, dale.
- No Walter, cómo voy a ir si está con Ester, sos loco, ¿querés que me queme?
Otra vez Cecilia se da vuelta y nos mira.
- Ves boludo, que me hacés quemar, ya me vió.
Mientras le digo esto me voy sólo para el otro lado. Ahora me enojé con Walter, sin
fundamento, pero tenía que encontrar alguna excusa para evitar el potencialmente desastroso
encuentro con Cecilia.
- Vamos a jugar a la pelota.
Dice Walter metiéndose rápidamente a la casa a buscar la redonda de goma. Jugamos un
cabeza en la vereda. Jugaba bien Walter, cabeceaba bárbaro y tenía una gran habilidad para pararla
de pecho y convertir el gol, que en ese caso valía doble.
Pasaron un par de días más y a pesar del deseo inevitable de que Cecilia fuera mi novia
prácticamente no hablé más del tema, pero Walter, cruel e hincha pelotas, me seguía hostigando con
eso hasta el hartazgo. Ahora encima que no me animaba a encararla me tenía que aguantar las
cargadas de él y del resto de la barra, los que enseguida hacían leña del árbol caído.
Esa tarde vamos a jugar a la placita un picadito, todo estaba tranquilo, sólo se escuchaba a
los gorriones, los autos de la avenida y diarero de la esquina que pregona: "Diareooo, La Razón La
Crónica, Diareooo, El Clarítodos los premios". Mientras me mandaba un inusual remate que pega en
el palo, perdón, en el árbol que hacía de palo, Walter se acerca corriendo como un loco, dejando que
la pelota se aleje peligrosamente y amenace con caer en la concurrida avenida.
- Mirá, allá va Cecilia sola, andá a hablarle.
Por supuesto que con la presión de él y de toda la barra enterada no tenía más remedio que
ir.
- Bueno, pará que me acomodo la ropa.
Al ver que tardo intencionalmente Walter vuelve a la carga.
- ¡Andá ya Beto, no seas cagón!.
Lástima que Walter no siguió estudiando después de la secundaria, la Argentina se perdió un
psicólogo de primera.
Camino unos pasos en dirección al encuentro de Cecilia, ella viene con la cabeza baja,
bamboleando las trenzas y dando pasos como si estuviera saltando un elástico o jugando una rayuela
invisible. Indeciso, me doy vuelta, y veo que todos están a la expectativa de lo que va a pasar. Walter
no me saca la vista de encima.
- Dale, maricón.
La encuentro a mitad de cuadra en la vereda de enfrente de la plaza. Cecilia levanta la cabeza
y con sorpresa ve que estoy parado y esperándola a menos de tres metros. Dos pasos más y se
detiene, me mira con una mirada que me imagino agresiva, la plaza desaparece, los autos se paran en
seco en la Alvear, el diarero de la esquina calla súbitamente. Hasta dejan de flamear las cintitas de
colores que cuelgan a modo de bandera de unas antenitas laterales y de los espejos retrovisores de
la trompa del 181 parado en la esquina. Me agarra un ataque fulminante de tartamudeo:
- Ce... Ce... e... e...
Cecilia me sigue mirando, pensará qué le pasa al tarado éste.
- Eeee... querés.... eeee....
Es inútil, no me sale nada. Como enojada y sin esperar ni un segundo más, me pasa por al
lado y continúa la marcha. Ni se da vuelta cuando dobla la esquina, que era lo mínimo de esperarse.
Qué papelón, qué estruendoso fracaso.
Vuelvo con los chicos a la plaza pensando qué inventar para salir lo más limpio posible de
esta tremenda situación.
- ¿Y, qué te dijo?
Enseguida pregunta Walter antes de que pueda llegar a las hamacas. "Que no", miento.
Por lo menos me hubiera dicho que no, pero qué iba a decir si al final no le pregunté nada.
Después de un amargo rato más de peloteo, vuelvo vencido a la calidez segura de mi casa,
a mis revistas de Batman y Superman, mi mamá que me pregunta dónde anduve, que otra vez estoy
transpirado y tan sucio de tierra que doy asco, y mi abuela que me mira de reojo y no dice nada. En
la cocina marchan los churrascos con papas fritas, mi viejo sigue silbando en el galpón del fondo, mi
perro Casimiro echado en el comedor y yo, que me voy a la pieza a ver si encuentro alguna respuesta
a mi desdicha entre las aventuras de mis superhéroes, a ver cómo hace Clark Kent para deslumbrar
y conquistar a Luisa Lane, pero él tampoco puede.