PIÑAS EN LA PLACITA (Septiembre, 1973)
Continuaba nomás el séptimo grado turno tarde de la escuela primaria Sargento Cabral. Era
un lunes de primavera y faltaban cinco minutos para que sonara la maravillosa campana. Los últimos
dictados de la maestra se estiraban más y más, mezclándose con el ruido de algunos útiles apurados
por meterse en la valija antes de tiempo.
Ya estaba saboreando por anticipado el Toddy con leche que indefectiblemente tomaba al
llegar, viendo los dibujos animados vespertinos, o Bonanza, o El Hombre del Rifle.
Pero ese día me esperaba una nueva aventura forzada.
Salía de la escuela cuando al doblar la esquina veo a siete u ocho miembros de la banda del
barrio del ferrocarril apostados contra un auto estacionado. De lejos los vi y comencé a sentir una
sensación de inseguridad: ¿me estarán esperando?. Traté de seguir avanzando, ocultándome entre la
masa móvil de guardapolvos blancos pero fue inútil, no llegué a cruzar el semáforo de la avenida
salvadora cuando me llaman.
- Che, vos, vení para acá, no rajes.
Con todas las miradas sobre mí, principalmente las de mis compañeros de grado, era inútil
intentar alguna suerte de escape o de hacerse el desentendido, sabía que tanto en el barrio como en
la escuela no se retornaba jamás de una demostración así de cobardía. Pero lo cierto es que quería
huir, aunque sin saber bien de qué, ya que no entendía qué motivaba a esos muchachos a ensañarse
conmigo. Pero me habían elegido a mí. Entonces por mi cabeza pasó una súbita ráfaga de recuerdos
recientes: los hechos ocurridos el sábado anterior en la placita.
Resulta que ese día, durante un intervalo de un metegol-entra que estábamos jugando al lado
de las hamacas, mientras les mostraba a Walter y a Dany un hermoso autito nuevo que había
preparado con masilla y una cuchara abajo para que patine (uno de los últimos vestigios de la niñez
a la que todavía nos aferrábamos sin quererlo), se acercaron los mencionados pibes y su líder
indiscutido, Peto, me dice: "A ver qué tenés ahí, dámelo". Peto era un morocho flaquito bastante
agresivo, temido y respetado, que además jugaba bárbaro a la pelota. Literalmente la descosía. Al
verlo a él y a los cinco o seis que lo secundaban nos levantamos con Daniel y Walter enseguida, y
antes que nos rodearan salimos corriendo con el autito y la pelota.
- ¡No se vayan, cagones, si no les vamos a hacer nada!
Nos gritaban entre risotadas, y entonces se le ocurre a Walter, cuándo no, largarles de lejos
una memorable puteada que resonó en toda la plaza.
Sin parar de correr, y ahora más fuerte, pudimos escuchar las amenazas que venían de la plaza
y entrever a algunos pibes que intentaban una frustrada carrera para atraparnos, pero ya era tarde,
estábamos como a una cuadra de distancia. Pasamos por delante del 181 estacionado en la parada de
la esquina y los perdimos de vista.
Pero ahora, lunes a la tarde, el enfrentamiento era inevitable. La manija de mi valija escolar
de cuero marrón se me resbalaba de la mano transpirada. El miedo se apoderaba de mi cerebro y
llenaba todas las neuronas. Pero igual, aunque ya casi puchereando por lo que se venía, me acerqué
a ellos. Detrás de mí se apretujaban algunos compañeros que no sabían muy bien qué estaba
ocurriendo pero que igual no iban a dejar pasar una oportunidad de ver piñas. No había forma de
retroceder, ni de pedir disculpas, ni nada. Había que enfrentarse como fuera a la realidad pugilística.
Cuando me acerco Peto, que hasta entonces nunca me había hablado en la vida más que para
darme alguna orden o para cargarme, me dice:
- Beto, Gaby quiere hablar con vos.
Primera vez que me llamaba por mi nombre.
En esa época Caseros era un barrio en general pobre y de familias humildes, aunque dentro
del mismo barrio había sectores bien diferenciados entre sí quizá por una mínima distinción en lo
social y económico. Estaba el Barrio Evita, con el legendario prostíbulo "Casa 15"; Villa Parque,
donde vivíamos nosotros; otro barrio más para el lado de la cancha de Estudiantes de Buenos Aires,
pobre y sucio de donde había salido Santucho; el barrio del ferrocarril y algunos otros.
Nosotros estábamos en una zona relativamente privilegiada, con niños bien alimentados y
madres preocupadas, mientras que los del ferrocarril nos llevaban una gran ventaja para desenvolverse
en estos ambientes, eran más reos, más callejeros y tenían muy poco que perder. La mayoría jugaba
bien al fútbol, los potreros del ferrocarril eran un semillero que hasta Boca o River envidiarían.
De la banda del ferrocarril, Gaby era un miembro de baja categoría, pero quizá Peto haya
pensado que era un rival acorde con mi poca capacidad para las piñas. Probablemente él me hubiera
reventado a palos en pocos segundos, pero en estos chicos todavía existía una especie de honor y
quizá para Peto hubiera sido una deshonra llevar adelante una desigual pelea conmigo, así que había
designado a Gaby como su representante para la contienda.
Lo miro a Gaby, que estaba recostado contra la puerta trasera de un Falcon y cruzado de
brazos. Se levanta, se para derecho y se me pone bien cerquita, desafiante. Cara a cara, noté que no
estaba muy seguro de lo que iba a hacer.
- Vamos a la plaza, a pelear.
Puedo jurar que sus palabras, si bien no me ayudaban mucho, tampoco llegaron a asustarme
demasiado. Su gesto dubitativo me tranquilizó bastante, tranquilidad que aumentó ya que la cosa no
era contra Peto.
Pero me hubiera gustado haber estado a solas con Gaby, para poder decirle que yo no quería
pelear, que no tenía nada en contra de él y que sabía que tampoco él quería realmente enfrentarse
conmigo. Pero ya no había más remedio, estaba todo decidido.
Caminamos lentamente hacia la plaza, cada cual con su banda de amigos, mientras se
escuchaban los gritos de algunos colados que vociferaban "Todos a la plaza, hay piñas".
Walter, mucho más valiente que yo y más preparado para este tipo de situaciones, enseguida
se pone al lado mío e intenta explicarme rápidamente, como si fuera Lectoure en un descanso entre
rounds, cómo tenía que hacer para cagarlo a trompadas. Walter era uno de los pocos a los que yo les
podía confesar el cagazo que tenía, así que le dije que la verdad era que no quería pelear, que yo no
había hecho nada. Él, en su incipiente sabiduría callejera y dando una vez más una demostración de
su amistad desinteresada, se para en seco, me agarra del brazo y me ordena, sin dar lugar a ningún
pero:
- Escuchame bien, tenés que pelear, no hay otra. Dame que te llevo la valija.
Al entregarle el portafolios falta nada más cruzar la calle para llegar al campo de batalla.
Varios guardapolvos se acomodan formando un círculo alrededor de la zona designada para la
contienda. Me encuentro en el medio del rodeo, librado pura y exclusivamente a mi propia suerte.
Sólo distingo a Walter entre el resto de caras conocidas pero en ese momento totalmente
anónimas y me arrebata una sensación de soledad y desprotección que me hace entender que no hay
nada ni nadie, ni mi vieja, que me pueda ayudar en ese momento. Y qué chiquita que es la plaza.
Estoy solo, y en esta situación terminal no hay más alternativas que pelear.
Allí, en la canchita improvisada entre los toboganes, nos paramos frente a frente, alguien me
grita "Sacate el guardapolvo". Me lo quito y atrás está siempre Walter, eterno, que lo recibe y lo
acomoda junto a mi valija.
- ¡Dale Beto, no te achiqués, cagalo a palos que es fácil!
Una multitud nos rodea. Atrás, por la avenida, pasa un colectivo 181 a toda velocidad,
indiferente y llenando toda la calle. Desde las ventanitas se asoman unas caritas curiosas que no
podrán presenciar la batalla.
Comienza el match. Al principio me quedé parado, como petrificado, sin guardia, mirando
con temor a Gaby y tratando de razonar qué hacer para evitar la golpiza. Gaby también me mira pero
por ahora no se acerca mucho. Me parece que también está cagado, sobre todo por la vergüenza que
pasaría ante sus amigos y en particular ante Peto si logro vencerlo. Lentamente comienzo a moverme
sin mucha convicción pero levantando los puños para improvisar una especie de guardia boxística
como había visto en la tele, en las peleas de Monzón.
Ante la inactividad que se prolonga, la multitud empieza a abuchear. Gaby, instigado por Peto
que le grita continuamente, se acerca un poco, pero en vez de intentar golpearme me empuja, yo
retrocedo un paso para volver a acomodarme y le contesto con otro empujón, a lo que Gaby responde
con un uppercut de derecha muy inseguro que pasa bastante lejos.
Tal como lo sospechaba, el pibe estaba más asustado que yo, porque si bien mis condiciones
para pelear eran dudosas, era bastante más alto que él. Así que cuando erró casi intencionalmente el
derechazo tirado por obligación y después de pasados los primeros segundos de incertidumbre y total
resignación ante la derrota más que probable, sentí en el pecho una sensación de seguridad y valentía
que no creía haber tenido nunca, me abalancé tranquilo pero rápidamente sobre Gaby y logré conectar
mi izquierda sobre su hombro.
Gaby se quedó mirándome atónito, sorprendido por mi arrebato. Me muestra una mueca
desesperada y sus ojos de carnero degollado me dan más fuerza y entonces, ya resuelto y con el sabor
de la victoria en la lengua y en cabeza, vuelvo al ataque.
Sentí que con el sólo hecho de haberlo enfrentado había cumplido con mis amigos, con mi
familia, con la escuela, con el barrio y con la humanidad.
Después de una ofensiva totalmente a destiempo de mi parte, en la que de todas maneras pude
pegarle un par de piñazos en la cabeza, retrocedo para recuperar fuerzas. Gaby no atina a responder,
sólo se queda parado esperando el remate como un condenado a muerte. En ese momento Peto, más
que desairado y ofendido por la actuación de su secuaz, le grita:
- Dale, cagón, pegale, marica!.
Gaby está moralmente destrozado, no esperaba una respuesta así, aunque la temía desde el
principio. En lugar de iniciar el ataque sigue inmóvil como esperando que la pelea se termine. Walter
salta de contento y mira desafiante a Peto.
Vuelvo a la carga, esta vez para colocarle un recto de izquierda que milagrosamente le pega
en la nariz. Agrandado intento otro golpe pero al errarle caigo en la tierra manchando toda la ropa
del colegio que mi mamá justamente había planchado la noche anterior, como todos los domingos.
Sabía que al llegar a casa me iban a retar, pero tenía otro pensamiento en la cabeza: terminar
la pelea que ya era mía. Así que me levanté como un rayo y me tiré de cabeza contra el pobre Gaby
que, mal parado, cae también al piso. Nos revolcamos en el polvo seco y finito de la plaza hasta que
quedo yo arriba, logro aprisionarle los brazos con las rodillas y agarrándolo de la ropa le digo: "¿Te
rendís?". Gaby, con el naso colorado, un hilito de sangre incipiente que se mezcla con los mocos y
una tristeza infinita dibujada en los ojos mira alrededor. Ahora están todos callados, ahí está Peto,
que no le devuelve la mirada y ordena:
- Vámonos, loco, este es un boludo.
Sin esperar a que me responda, suelto a mi rival y me levanto, me sacudo el polvo y me voy
caminando despacito y triunfal dándole la espalda a Gaby que sigue en el suelo. Muy canchero, como
en las películas del oeste, doy tres pasos y lo miro de reojo como dándole a entender que no me
ataque a traición porque ahí sí que me enojo.
Llego al lado de Walter que me abraza como si hubiera ganado el título mundial del peso
pesado. Con el cuello lleno de sudor y tierra, las manos todavía crispadas y el corazón latiendo a mil
por hora, tomo la valija y el guardapolvo y me voy a casa, a tomar la leche y a disfrutar de esta
victoria inolvidable.
Al llegar a mi cuadra y doblar la esquina de mi casa, veo a la vieja que está esperándome en
la puerta, preocupada por la tardanza. Al verme en este estado deplorable, transpirado, con la cara
sucia, las manos sucias y la camisa hecha un trapo amarronado pone una de esas caras que por sí solas
adelantaban claramente el reto y se lamenta:
- ¿Para esto yo te plancho, te lavo, para que vos vengas hecho un desastre? ¡Andá para adentro, hoy
no ves la tele!. A ver, decime qué te pasó para que vuelvas así.
- Me pelié a la salida de la escuela.
- En vez de andar haciendo pavadas por ahí, porqué no estudiarán un poco digo yo.
Mi viejo me ve pero haciéndose el desentendido sigue leyendo el diario y no dice una palabra.
Tampoco mi perro Casimiro, que continúa con su siesta a la fresca del patio sin importarle
absolutamente nada de lo ocurrido.
Tenés razón mamá, estoy roñoso una vez más, pero te aseguro que valió la pena ensuciar un
poco la ropa, gracias a eso me quedó limpia la conciencia.