LOS DE SÉPTIMO SON MÁS PIOLAS (otoño - invierno 1973)

Pasan los días entre obligados aprendizajes, inevitables partidos de fútbol y colecciones de

figuritas truncas. Walter está cada vez más rebelde. Prácticamente no estudia nada y todas las

mañanas viene a casa para que le pase los deberes.

En cambio yo, con la presión de tener una maestra en la mismísima casa, estudio con una

responsabilidad impropia de un vaguito de Caseros. Pero las exigencias de mamá rinden sus frutos

al menos parcialmente, aprendo bastante de matemática y lenguaje, aunque me falta mucho de otras

materias fundamentales para la supervivencia en la zona.

Sin embargo, acompañado de Walter, ese atorrante mal educado, según una definición casi

exacta e irrefutable de mi abuela, voy captando algunos sutiles mensajes callejeros que me sacan de

la ensoñación de los juguetes de la infancia, de las guerras entre soldaditos de plomo, para dar lugar

a una batalla más real, la lucha sin cuartel que día a día se libra en el asfalto del suburbio.

En la escuela no hay muchos inconvenientes de relación, sabido es que los de séptimo son los

más grandes y los más piolas y por lo tanto merecen el respeto del resto, pero afuera de la protección

del guardapolvo blanco y sobre todo saliendo de la cuadra de mi casa la cosa se pone un poco difícil

y hostil.

Mi papá acaba de regalarme una bicicleta usada pero que anda una barbaridad. A medida que

tomo confianza voy ganado cada vez más terreno hasta llegar a cruzar, siempre junto a mi amigo, las

desafiantes vías del ferrocarril Mitre en el paso a nivel frente a la cancha de Estudiantes de Buenos

Aires y así acceder a un mundo totalmente desconocido.

Encaramados al volante y a toda velocidad atravesamos la calle aledaña a las vías. Llegamos

a una plazoleta inescrutada hasta entonces, parecida a la nuestra pero con hamacas nuevas y

toboganes sin astillas. Al bajarnos de la bici y sentarnos en un banco de la plaza, el mismo que más

adelante sería testigo de un amor fracasado, se nos acercan unos pibes del barrio. En su condición

de locales enseguida nos increpan.

- Che, pendejos, rajen de acá, váyanse para su casa.

- ¿Qué te pasa a vos?

Pregunta Walter desafiante. Walter siempre está desafiante, siempre va al frente sin medir las

consecuencias. En su condición de niño malevo no puede esperarse otra reacción, aunque muchas

veces en el futuro le iba a costar caro. Principalmente cuando ya hecho un muchacho grande le faltara

el respeto a la mismísima cana, yendo a parar rutinariamente al calabozo.

Como para seguir el juego de mi amigo y así demostrarle a él o quizá a mí mismo una dudosa

valentía me adelanto al matón que ya está por trenzarse con Walter.

- Pará, tranquilo che, que no pasa nada.

- ¿Cómo dijiste?

 

 

El pibe se me abalanza fieramente y a mí me corre un escalofrío que dura poco, porque

enseguida se desata la lucha.

No sé de dónde pero de algún ángulo invisible me llega un tortazo a mano abierta. Recién

noto el golpe cuando siento un ardor insostenible en una oreja que se va expandiendo a toda la cara.

Con un movimiento instantáneo hecho con una agilidad asombrosa que sólo da el miedo,

saltamos al unísono a nuestras respectivas bicicletas. Los pibes rivales, ya conformes con el

mamporro del que fui receptor, se tranquilizan un poco.

- Rajen, cagones, y no vuelvan más.

Pedaleando frenéticamente llegamos de nuevo al cruce del ferrocarril, la oreja me late

debatiéndose entre el ardor del golpe y el frío del viento húmedo que me pega de lleno en la cara.

- La sacamos barata Beto, nos iban a sacudir con todo.

Menos mal que pronto estamos en terreno conocido. Vengan acá a pelear, a ver si son

machos, pienso en un último intento de justificar la huida.

Por supuesto que esto no se iba a terminar acá. Días después juntamos al resto de la barra y

fuimos todos en patota a desafiar a los tarados esos. Pero no encontramos a nadie.

Con la sangre en el ojo, pero solapadamente con el deseo de no encontrar nunca más a esos

tipos, de los que mi querida orejita ya probó una ínfima parte de su poderío, continúa la rutina escolar

de invierno.

Ahora hace bastante frío, mi abuela insiste en que me ponga el pullover, pero me niego

rotundamente ya que debajo del guardapolvo me hace un poco gordo y deforme y así no me va a

querer ninguna chica.

Las revistas Disneylandia y aún las de los invencibles héroes americanos de Ciudad Gótica y

del planeta Kripton van dando lugar a unas desdibujadas revistas porno de los 50, en blanco y negro

que el turco Nafur traía obligatoriamente a la escuela para el regocijo y la sorpresa de la banda de

purretes curiosos y con los primeros atisbos de novísima sexualidad.

Pero no hay caso, seguimos haciendo los deberes y entre tantos números y letras no hay nada

en la escuela que genere optimismo para con el sexo opuesto, parece que las chicas no existieran o

peor aún, que nosotros no existiéramos.

La verdad que para mí, por ahora las que no existen son ellas, pero en algunos de la barra se

empieza a vislumbrar una intención no muy disimulada de entablar vínculos aunque sea triviales con

las mujeres. No hay caso, la infancia se termina. Y violentamente.

 

 


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