PREPARATIVOS ESCOLARES (Marzo, 1973)
Una mañana de domingo me encuentra tirado despatarrado en la vereda de enfrente de mi
casa, en lo de Walter, contra la pared de seis ladrillos gastados que separan a las baldosas desparejas
de la acera de las derruidas plantas del jardincito delantero.
Tirado en la vereda, como casi siempre en estos días de tranco lento, de sol recalcitrante que
pega duro contra las chapas grises de las casas más pobres del barrio o que recalienta las terrazas
sucias de caca de perro de los más pudientes, esos vecinos silenciosos como fantasmas que tienen
casas con frente de lajas y una escalera de cemento afuera, en el fondo, con cerámicos vistosos y de
formas rectangulares que conduce a las misteriosas y desconocidas terrazas donde las vecinas más
chetas toman sol en bikini y donde las sirvientas cuelgan la ropa lavada.
Esa mañana, más o menos a las nueve de la madrugada, me levanté súbitamente empujado por
una molestia nerviosa que se iba acomodando inevitablemente en mi cabeza, me vestí luego de una
pasada rasante por el baño para orinar y apenas lavarme un poquito la cara y ya estaba listo para la
calle. Restaban poco más de 24 horas para que comenzaran de nuevo las fatídicas clases.
Hora rara para levantarse, pero quién sabe por qué extraña razón tanto yo como mi
indefectible amigo Walter ya estábamos arriba. Ni mi viejo estaba despierto, y eso que en esos días
acostumbraba madrugar en algunos casos hasta antes de las ocho, momento en que se preparaba unos
mates bien amargos y mientras chupaba la bombilla nacarada disponía los preparativos para el
obligado asado dominguero.
Después de la rigurosa tomada de leche con Toddy y vainillas, salgo a la puerta y cruzo la
solitaria calle Perú, vacía y callada. Detrás de mí sale mi querido perro, Casimiro, blanco con manchas
y flaquísimo, que va a hacer su recorrida diaria. Afuera solamente está el viejito Don Ramón que
sentado a la puerta mira sonriente la sombra de los árboles, esperando la aparición de algún vecino
mañanero y con ganas de hablar. Su chaleco de lana gris se confunde con el frente de su casa forrado
con un revoque grueso de años, que espera resignado y sin esperanzas un fino que nunca llegará.
- Buenas Don.
- Qué hacés pibe, tan temprano y ya callejeando.
Sin contestar y sin mirarlo (Don Ramón era como una estatua inmóvil que estaba siempre
clavada en la misma vereda, en las mismas baldosas y con la misma silla puesta en posición invertida
para apoyar los antebrazos en el respaldo) llego a la puerta de lo de Walter y golpeo sigilosamente,
no sea cosa que todavía estén durmiendo y me echen de manera tajante. Por suerte atiende mi amigo,
que ya estaba despierto, aunque todavía en calzoncillos y con los ojitos casi cerrados. Al exponer el
rostro al sol de la mañana hace una mueca de disgusto.
- Salís?
- Sí, pero primero pasá que me visto.
Entro a la fresca penumbra del living - dormitorio de mi amigo y me quedo mirando al Coyote
y al Correcaminos mientras él, todavía semidormido y sacándose torpemente las lagañas de los ojos,
se calza un vaquero bastante arrugado después de pasar la noche hecho un bollo tirado al azar contra
un apoyabrazos del sofá, una remera gastadísima que también había usado ayer y las fundamentales
Pampero azules con unos cordones blancos y tan largos que tenía que darles una pasada por detrás
del pie para no arrastrarlos en la calle.
Sin nada que hacer, como era costumbre en esos pesados veranos de veredas calientes,
salimos y nos sentamos en la puerta. Era imposible mantenerse por más de, digamos dos horas,
adentro de la casa, aunque los dibujitos de la Warner siempre eran excitantes.
Tirados ahí, en la vereda, literalmente ocupando todo el ancho de las baldosas, vemos pasar
los primeros autos domingueros de algunas familias que se disponen a veranear en el Parque Saavedra
o en La Salada.
Caseros era un páramo silencioso sólo matizado con los motores de unos pocos autos y el
paso inevitable del basurero, que siempre dejaba el tacho de residuos a cinco metros de donde lo
había tomado, a veces en el medio de la calle entorpeciendo el tránsito y dando tema de charla
quejosa a las primeras vecinas que salían en delantal a barrer la vereda.
Como por arte de magia aparece ante nosotros una pelota de goma, que la aprovechamos
para tirarnos algunos pases laterales sentados a dos metros de distancia. La pelota, no muy dura pero
sí bastante rebotadora, pica impredeciblemente sobre el pianito irregular de las baldosas despegadas
de la vereda, hasta que en un toque inesperado se va como a propósito a la calle, deteniéndose
siempre en el agua eterna y estancada de la zanja.
- Andá a buscarla Walter.
- No, andá vos, vos la tiraste.
Me levanto con un esfuerzo sobrehumano, saco la pelota del agua podrida salpicando un poco
mis Pampero, la piso fuertemente sobre un lamparón de pasto que todavía queda en el espacio de
tierra descuidado entre la vereda de baldosas y el cordón de la calle y vuelvo a mi cómoda posición
contra la pared, retomando los inseguros pases de costado.
La pesadez del domingo, a pesar que todavía era de mañana, nos llenaba el alma de una
tristeza aburrida y opaca. Sabíamos que estaban finalizando increíblemente las vacaciones, que hasta
ayer parecían no terminarse nunca. Mañana mismo, indefectiblemente y contra todo tipo de protesta,
había que volver a la escuela Sargento Cabral, para tratar de sobrevivir al primer día de clase del
séptimo y último grado de la primaria.
Mi mamá ya tenía todo listo. Había planchado ayer el guardapolvo y me había comprado una
valija de cuerina marrón nueva, un par de carpetas bien forradas que ya me iba a encargar de
ornamentar con fotos de autos de turismo carretera y Harleys Davison lujosas, un block de hojas
Canson rayadas y otro de hojas cuadriculadas y una Parker con cartucho que tenía que cuidar como
si fuese una piedra preciosa.
Mientras pateamos la pelota, por sobre el paredón derruido del fondo de mi casa y medio
inclinado hacia adelante asoma un humo que huele muy bien, lo que nos indica que ya pasó la mañana
y pronto llega la hora del almuerzo, momento en que obligatoriamente hay que abandonar la práctica
de cualquier deporte o actividad callejera para sentarse respetuosamente a la mesa.
Me vuelvo a cruzar a mi casa para comer. En el fondo, frente a la parrilla, el viejo da vuelta
la carne mientras sorbe un intragable aperitivo Marcela. Al rato se escucha el clásico "A comeer!".
Falta poco. El domingo pasa rápido y se termina el sueño de verano.
Llega la hora de la siesta, mamá insiste en no dejarme salir porque el sol está fuertísimo y me
voy a insolar. Resignado, me voy a mi pieza a hojear por enésima vez las revistas de Batman y
Superman, dos ídolos que, entre otras de sus maravillosas cualidades, no necesitan ir a la escuela ni
usar guardapolvo.
Cansado de releer aquella aventura fantástica en que Clark Kent con un admirable poder de
transformación y una rapidez increíble para cambiarse de ropa vuelve a triunfar sobre los villanos de
turno y sigue intentando en vano conquistar a Luisa Lane, tiro la cuarta revista hojeada sobre la pila
desordenada al costado de la cama y salgo de la pieza, más triste y más aburrido que esta mañana.
En el comedor, mi mamá y mi abuela miran por televisión una película viejísima con Pedrito
Quartucci y Olinda Bozán en los papeles estelares. En el fondo, mi viejo está ordenando el galpón,
tarea infinita en la que nunca podrá ni siquiera aproximarse a terminarla.
A eso de las cuatro de la tarde de nuevo veo por la ventana a Walter que está enfrente,
pateando la infaltable pelota contra el frente de mármol pulido de la perfumería de la esquina, bajo
la persiana cerrada del ventanal vidriera. Le pega de sobrepique al balón cada vez que las placas de
mármol negro le devuelven el rebote, tocándola suavemente tratando de que pegue en la pared sin
que toque el suelo y sin levantarla mucho para no golpear a la persiana. De vez en cuando un
estridente "crash" indica que pifió el disparo, pero no importa ya que el negocio está cerrado y no hay
nadie que proteste.
La pelota se le va a la calle. Al saltar al asfalto para alcanzar el balón, me ve a través de la
ventana.
- Vení Beto, vamos a patear un rato.
- Ya voy, pará que le pregunto a mi mamá.
Con la excusa de que es el último día de vacaciones convenzo a mamá para que me deje salir.
- ¿Con este calor? Bué, andá, pero quedate a la sombra.
Mientras mi mamá trata de refrescarse con un abanico estilo flamenco que tiene desde niña
y mi abuela espanta las moscas a trapazo limpio, corro a la puerta, salgo y como un rayo salto el agua
podrida de la zanja. Gano la calle y pisando la blandísima brea de las juntas de la calle, que se moldea
bajo mis Pampero dejando bajorrelieves de suela vieja, me acerco a Walter.
- Dale, tocá.
A lo lejos, en la esquina, pasa una saeta roja y blanca dejando una estela estática de humo
negruzco. Es el colectivo 181, único medio de transporte desde mi casa hacia cualquier punto cercano
o distante del universo.
Otra vez el balón se sumerge en el agua de la cuneta, esta vez le toca sacarla a Walter, que
para secarla la patea contra la pared de la perfumería, dejando a cada rebote improntas redondeadas
y barrosas que se suman a las otras manchas secas de ayer, evidencias claras de la presencia de pibes
futboleros en la zona.
Desde una casa cercana se escucha la voz chillona de José María Muñoz, que desde una Spika
mal sintonizada relata el clásico del domingo. Una O estiradísima parece revelar la concreción de un
gol, pero no se sabe bien de qué bando. Nos acercamos con curiosidad pero el relator sigue alargando
la O hasta el infinito y cuando va a decir el nombre del equipo goleador pasa otro furioso 181 que
apaga el sonido de la portátil.
De a poco cae la tarde, se encienden tímidamente las primeras luces de mercurio y se apagan
las esperanzas de que pase algo mágico que motive la suspensión de las clases.
- Albertitooo, entrá que ya es de noche.
Mi vieja me llama otra vez. Termina el domingo, no obstante respondo recién al tercer
llamado, ya con un tono demasiado severo y al que no puedo negarme si quiero ver la tele hasta las
once.
- Chau Walter, mañana te paso a buscar.
Al otro día me levanto algo nervioso por la proximidad inmediata de la ida a la escuela. Mi
vieja ya salió tempranito para la suya en el centro de Caseros, donde dicta su eterno, bienamado y
vapuleado primer grado. Me visto amargamente con una camisa que huele a nueva, me calzo unos
olvidados zapatos marrones lustradísimos que no usaba desde el año pasado y me paso torpemente
el peine mojado con agua fría para que el pelo quede bien parejito.
Casi es mediodía. Mi abuela moviliza constantemente un guiso insuperable en la cocina, bajo
una nube de humo oloroso y pegajoso y la radio que transmite tangos viejísimos se mezcla con el
chillido de los churrascos y la voz de Bugs Bunny en la tele.
Como furtivamente un cuarto del plato de guiso y medio churrasco que me sirvió La Mame,
me pongo el guardapolvo que me quedó bien, pero antes de partir mi abuela indefectiblemente lo
reacomoda y de paso me peina con la palma de la mano. Imposible ir a la escuela sin el toque final
de La Mame.
- Chau Mame.
- chau, y ¡tené cuidado al cruzar la calle!.
Agarro los útiles y me cruzo a buscar a Walter que también está listo pero con una cara de
amargura indescriptible.
Lentamente saluda a su mamá, agarra violentamente la valija que de tan flaca parece vacía y
salimos a la calle que irónicamente, justo hoy que no podemos jugar a la pelota, está limpia y casi sin
agua podrida. Encima el día está hermoso para patear afuera.
Don Ramón nos saluda con una sonrisa desde su vereda.
- Se acabó la joda muchachos, a estudiar.
Caminamos las seis o siete cuadras juntos y llegamos a la puerta de la Sargento Cabral. En
la entrada nos integramos a la masa almidonada y bulliciosa. Suena la campana y todos adentro.
Maestras nuevas y aulas viejas con pupitres más viejos todavía esperan a la horda blanca. Se forman
unas filas desparejas en el patio, tomando distancia con el brazo derecho sobre el hombro del de
adelante. Todavía en silencio por la novedad de clases nuevas, aunque nosotros los de séptimo ya
somos veteranos en estas lides, escuchamos el discurso de angustiante bienvenida de la señora
directora.
Comienzan las clases. Impensadamente termina la infancia.