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Mensaje 75: VIDA DE
POETAS
Era una tarde cálida y diáfana, una de esas tardes de verano en
que no sopla
ni una gota de viento y es como si el tiempo, vaya paradoja, se
hubiese
detenido por unos minutos, sin embargo, un imperceptible crepitar de
hojas y
enramadas descubría a los gorriones obligados a revolotear a la pesca
de
algunas migas de pan seco desparramadas en el patio del fondo por el
mantel
del mediodía.
Un perro dormía, estirado en toda su longitud bajo un
alero fresco y
sacudiendo en sueños las orejas para espantar moscas
invisibles.
Era una de esas tardes en que a aquellos espíritus sensibles nos
dan ganas
de ir al drugstore de doña Ana y pedirle fiado unos cortes de queso
Mar del
Plata, mortadela y salamín para picar y algunas botellas de cerveza
frías,
lo cual está cada vez más difícil porque hace tiempo que le debo
no
solamente el precio de algunos contenidos líquidos sino también
tres
envases. No obstante, luego de logrado el objetivo tan buscado de
recibir
cosas sin dar nada a cambio, es bueno retornar a la paz inmaculada
del
rancho a ver pasar a la gente por la puerta y poblar de estrofas el aire
de
la tarde, trazar ritmos de poemas cantados y que las bardas sean oídos
que
escuchen extrañados y que las olas del mar sean como músculos y manos
que
aplaudan las palabras.
Pero aún era bastante temprano, tanto para
liberar las musas creadoras como
para degustar la picada con cerveza, eran
apenas las tres de la tarde y a
esa hora y con un sol que parte la tierra y
quema los cuerpos tirados al
sol, la mortadela hace mal. Entonces dejé la
cerveza y los fiambres en la
heladera y decidí ir a mi recámara a darle un
breve reposo a mi cuerpo
abatido y expandir la mente, elongar las neuronas,
dejándole las puertas
abiertas a los hados de la inspiración. Cuando me
desperté eran como las
siete.
Y me desperté debido a que escuché en la
lejanía de la cocina risas y
risotadas. De un salto dejé la cama porque
presentía lo peor. Y era nomás:
estaban el cuis y el Langosta (ver mensajes
52, 53 y 54) en medio de un
desparramo de cervezas agotadas y llegué justo
cuando el bicho malandra daba
el último sorbo al último vaso de cerveza y
largaba un estruendoso y
patético eructo que casi voltea el cuadro que tengo
colgado al lado de la
máquina de flit a pistón, donde está el Diego besando
la copa del mundo 86,
que menos mal que no se cayó al suelo sino ahí nomás
los reventaba a todos.
Pero enseguida la ira dejó paso a la resignación, ya
que es inútil tratar de
explicarles a estos individuos el dolor y la tristeza
que puede llegar a
sentir uno al levantarse de la siesta y percatarse de que
le chuparon la
cerveza. Simplemente les dije:
- Esta actitud dañina de
parte de ustedes no hace más que sumirme en una
profunda amargura, así que
por favor les pido, tomensenlán y no regresen sin
al menos dos porrones
llenos y sin abrir, de lo contrario me veré obligado a
tomar otras medidas
mucho más drásticas para con vosotros.
El cuis, que con total impunidad hasta
el momento ni siquiera me había
dirigido la vista, argumentó:
- Disculpe
usted, don Bardo, pero a diferencia del Sargento Cabral, morirá
como enemigo
por combatir a los contentos.
- No se me venga a hacer el conocedor de
historia conmigo, mejor rajen de
acá ya mismo, al menos veo que me dejaron
unos magros trozos de queso y
fiambre, no me obliguen a correrlos a
alpargatazos, mejor me quedo así y así
enfrentaré a la temida hoja en blanco,
sin un mínimo porcentaje de alcohol
en la sangre, porque los poetas somos así
de locos, y ustedes mientras
tanto, sigan consumiendo mis pocas vituallas que
me las he ganado con el
sudor de la frente cada mañana en que, gracias a
Dios, me levanto bien
temprano a procurarme el pan.
- Disculpe que
discrepe nuevamente con usted, don, pero siguiendo con las
frases célebres y
hablando en términos puramente económicos, al que Dios
ayuda, no madruga.
Hasta luego.
Y me dejaron solo nomás, ahí entre medio de los vasos usados y
sin lavar,
solo en una tarde donde la frescura que llega tenue del mar
refrescaba un
poco al calor árido del verano, entonces encendí la PC y me
puse unos
compacts MP3 que me compré el otro día por Internet, y mientras
sonaba un
tema de John McLaughlin y Mahavishnu (porque así de fino soy para
escuchar
música) me dije a mí mismo una y mil veces: "debo dejar de escribir
estas
huevadas y tratar de hacer algo más coherente antes de que el webmaster
me
raje", y entonces lo tenía allí, delante de mí, como una aparición, como
un
regalo dejado por algún ángel jugador, y me puse a escribir este
tremendo
poema que es una cosa maravillosa y que en el próximo mensaje se los
mando.
El Bardo (Carlos Alberto Nacher)
nacher@madryn.com
Libro
publicado:
"Crónicas madrynenses"
Puede pedirlo en http://madryn.com/adelantados/elbardo