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FELCHO, EL DUEÑO DE LA TEMINAL

La terminal de ómnibus de mi ciudad es un edificio viejísimo, construido hace muchos años y su apariencia vetusta hace soñar a más de un bardero sensiblero como el que suscribe. Hace poco la remodelaron, pero sin alterar esa fachada arcaica, resabio de las primeras construcciones cuando Madryn no era más que diez casitas perdidas en el infinito patagónico. Alguna vez un intendente osado decidió construir la terminal en otro lugar, más alejada del centro y con un modelo edilicio ultramoderno, puertas que abren solas, altoparlantes bien sintonizados y estructuras metálicas frías pero consistentes. Entonces puso manos a la obra y con unas máquinas monstruosas niveló el terreno. Luego clavaron y atravesaron columnas de hormigón armado que iban a conformar el esqueleto del fabuloso edificio.

Pero todo quedó ahí, en el intento, y hoy esas columnas en posición tanto vertical como horizontal están abandonadas, aunque cumplen la noble función de servir para que los pibes de los barrios pobres cercanos jueguen a que son cowboys o soldados que defienden una fortaleza, o a la pelota valiéndose de las columnas como arcos imaginarios, o a la inolvidable escondida. Gracias, don Sala, por este inesperado regalo.

Volviendo al tema del que ya me fui de entrada nomás, en la vieja terminal siempre está Felcho, un personaje bajito, rengo, morocho y con los pelos pajosos siempre parados y teñidos de polvillo, que la mayoría dice que está loco y que se la pasa en un rincón, afuera de la terminal y bajo un alero de chapa. Su función es pedirle constantemente cigarrillos a todo pasajero que se le cruce o que se le pare cerca. Cuando consigue alguno se lo fuma en tres o cuatro pitadas, con ansiedad, mientras los efímeros visitantes lo miran con lástima o con curiosidad.

Nadie sabe cuántos años tiene, es imposible descifrar su edad por su apariencia y menos averiguando

en el Registro Civil, quién sabe en qué olvidado bibliorato amarillento habrá quedado su inscripción,

si es que alguna vez alguien se tomó el trabajo de fichar su nacimiento.

Tampoco nadie sabe su nombre, ni siquiera él mismo. Es ni más ni menos que Felcho.

A veces lo acompaña un perro medio sarnoso que se le acuesta al lado, otras veces alguien le alcanza una escoba y él barre lentamente el piso de la terminal, aunque tiene cuidado de dejarlo siempre un poco sucio, sabido es que la mugre en el piso de las terminales, los aeroparques o andenes son una muestra de la pasión con que la gente del lugar despide o recibe a sus viajeros amados.

Ese niño que deja caer el helado por correr a abrazar a su papá que vuelve de un viaje largo ensucia el piso con amor. Ese muchacho que tira uno y otro pucho al suelo esperando a su amada que no llega, también.

Por eso es que le tengo un poco de desconfianza a los pisos brillosos. Y encima son resbalosos.

Y mientras cambian las caras y los bolsos continuamente Felcho está siempre ahí, pidiendo incansablemente una y otra vez cigarrillos y empuñando torpemente su escoba gastada.

Mucha gente en Madryn lo ve como un pobre loquito molesto y que afea la ciudad, pero nosotros, los barderos que bajamos casi siempre de noche a atrapar sueños que se esconden en los techos de los galpones de la Yrigoyen, sabemos que es la imagen viva de la libertad simple.

Y nadie me puede negar que es muy popular, muchísimo más que, por ejemplo, el director del Centro Nacional Patagónico, hombre intelectual, leído y con innumerables títulos y premios, lo que confirma que, al menos alguna vez, la locura triunfa sobre la razón.

Por eso que ahora Felcho, que son las dos de la mañana de un jueves frío de invierno, no hay casi nadie en la calle y los quioscos están todos cerrados, saco del bolsillo del sobretodo un paquete aplastado de Marlboro y veo que me queda uno solo, medio chato. No creo que vaya a conseguir cigarrillos hasta mañana, pero tomá Felcho, fumátelo vos.

EL BARDO
 
 
 
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