OSVALDO, EL ÚLTIMO PORTEÑO (otoño, 1978)

Casi comenzaba el Mundial 78 cuando tengo la suerte de conocer a un personaje inefable que

bien podría protagonizar un cuento de Fontanarrosa. Habíamos quedado con Walter en ir el sábado

a Zoom, un boliche que quedaba por la cancha de River. Allá nos íbamos a encontrar con Osvaldo,

un flaco desgarbado que Walter había conocido no sé en qué extrañas circunstancias. Por la tarde lo

voy a buscar y lo encuentro en cama y con 38 y medio de fiebre. "No puedo ir loco, estoy hecho

bosta". Me quedo un rato con él y a eso de las once me cruzo a casa, me baño y salgo en bondi para

Zoom, quizá para no dejar pagando al pobre flaco que tenía que encontrarse con mi amigo.

Al llegar a la puerta veo a un vago de bigotes y barba semicrecida apoyado contra un Opel

K 180 taxi, creo que algo me había contado Walter de que era taxista, así que me acerco y le

pregunto: "Vos sos Osvaldo?". Responde con un sí abierto y simpático, me presento y entramos al

boliche.

"Aguantame que voy a encarar a la rubia aquella" dice Osvaldo. Tenía una técnica muy

particular para el levante. Ayudado por una impresionante facilidad de palabra, este tipo reunía todas

las condiciones para definirlo como un porteño nato. Era imposible que se quedara sin argumentos

o tratar de vencerlo en una charla sobre cualquier tema que se diera, desde fútbol hasta política,

pasando por recetas de cocina, programas de TV, música, etc. Pero su sabiduría no se limitaba a lo

cotidiano y netamente popular, sabido es que en Buenos Aires todos somos directores técnicos,

críticos de arte y analistas de política. También se desempeñaba fluidamente si se trataba de literatura,

filosofía, historia y otras materias de menor arraigo popular. Esa misma noche, casi de madrugada,

nos sorprendió hablando en un café de Flores sobre libros de Kafka, un escritor que estaba leyendo

por esos tiempos y que me había impactado bastante. Estuvimos conversando hasta que el día

despuntaba y empezaban a pasar los primeros colectivos grises por la Rivadavia, mientras comíamos

una grande de muzzarella en un barcito que servía pizza a toda hora.

Con una solvencia envidiable, se adaptaba perfectamente a cualquier situación que se le

presentara, ya sea encontrando las palabras exactas que una eventual mujer quería escuchar para

enamorarse, o convirtiéndose en centro de reunión en una charla de café, quedando siempre bien

parado aunque la cosa viniera medio intelectual.

Esa primera noche en que conocí a este personaje genial hacía unos pocos meses que él había

venido de unas vacaciones en Río de Janeiro, así que estaba recopado con Brasil, el carnaval, las

garotas y el bossanova. El taxi estaba repleto de cassettes de Vinicius, Chico Buarque y otros

maestros brasileños. Era tanto su apasionamiento que hasta intentaba hablar un portugués medio

elemental pero bien pronunciado, recurso nuevo que por supuesto utilizó esa noche para conquistar

a la rubia.

 

Después de entrar en conversación con la señorita, pasó una hora y media en que yo, sólo en

el boliche y sin nadie conocido a la vista, luego de un par de intentos fallidos de comunicación con

el otro sexo, me siento en un taburete contra la barra y me pido una cerveza, mientras veía pasar a

mi lado a flacos facheros y ganadores, mujeres esquivas y que quizá nunca me iban a dar mucha

pelota. En ese estado de aburrimiento veo que en un sillón mal iluminado, como a diez metros de

distancia, están Osvaldo y la rubia. Osvaldo me llama con la mano. Hasta el momento habíamos

cruzado muy pocas palabras, pero el flaco ya me había caído bárbaro y a pesar de no conocerlo para

nada me pareció que se trataba de un tipo macanudo, como pude luego comprobar ampliamente.

"Begto, vocé ten foco?". El tipo me llama y me habla en brasileño. Sin saber qué responder saco el

encendedor y le doy fuego, mientras él se acerca y por lo bajo dice "Ojo, no digas nada que me estoy

haciendo el brazuca". Entre sorprendido y desubicado, miro a la rubia, una mina hermosísima y alta,

con un look Olivia Newton John que rompía todo. No se despegaba de Osvaldo, que mientras tanto

inventaba un nuevo portugués ríoplatense y la rubia se le acercaba cada vez más. No podía creer esta

situación que jamás me hubiera imaginado desarrollar personalmente. Este pibe era capaz de venderte

no sólo un buzón, sino hasta el Obelisco.

Al rato me abro un poco para no ponerme pesado e interferir en el proceso de levante de

Osvaldo, pasan las horas rápidamente en medio de un infierno de luces de colores que giran, música

siempre norteamericana y soledad compartida con unos cuantos, hasta con chicas que también están

solas pero que se niegan sistemáticamente a mi cercanía.

En un momento dado se acerca Osvaldo y me pregunta a los gritos.

- Y, cómo anduviste?

- Mal, no pasa nada, no me da bola nadie.

- Bueno, pará que me despido de María de los Ángeles y nos vamos afuera a tomar algo. Esto es un

quilombo.

Vuelve adonde dejó a la rubia, se despide con un beso en la mejilla como todo un caballero

y anota el teléfono en una libretita que tenía en el bolsillo trasero del pantalón. La birome se la prestó

la rubia, que como toda mujer tenía en la cartera cualquier tipo de elementos superfluos que pueden

ser necesarios en muchas ocasiones imprevistas.

A pesar de haber planchado toda la noche, estaba contento de conocer a este nuevo amigo.

Nos subimos al Opel y agarramos la Libertador a toda velocidad. En el pasacassette sonaba Toquinho

y Osvaldo le metía pata al auto como un descontrolado. "Pará loco, nos vamos a matar". "Sabés que

pasa, que con el taxi me acostumbré a manejar así". Esa justificación no me tranquilizaba. Después

de varias salidas comprobaría que efectivamente andaba continuamente a los pedos siempre, con esa

demencia de piloto de fórmula uno tan común en muchos taxistas y colectiveros de la ciudad. No lo

detuvo ni un tortazo tremendo que se dió una vez contra un coche estacionado en la Avenida Gaona.

En el camino me cuenta el inconcebible levante de la rubia, que quedó convencida de que

realmente había estado con un brasileño hecho y derecho. Tenía el teléfono y quedó en llamarla al

otro día. Creo que no la siguió esa noche nada más que para no dejarme solo, lo cual era una pavada,

yo en su lugar hubiera continuado la velada con la chica, no me hubiera importado en absoluto dejar

en banda a algún amigo. Claro que esto no se debía a que fuera una mala persona, lo que pasa es que

dadas mis limitadas habilidades encaradoras, en cuanto tenía una oportunidad de levantar algo, cosa

que se daba muy esporádicamente, no podía desaprovecharla. En cambio Osvaldo, que como también

pude comprobar más adelante, ganaba siempre, no tenía problemas en postergar el romance para

después o bien finalizarlo abruptamente con el fin de hacerle pata a un amigo en banda.

Llegamos a Flores a eso de las seis de la mañana y en un bar frío, con mesitas azulejadas y

vidrios empañados, nos pedimos dos cafés con leche y una especial de muzzarella y tomate. Las

porciones humeantes eran como bálsamos curadores que calmaban el hambre, la humedad, el mareo

con gusto pastoso que había dejado la cerveza, el whisky, la música pop y el humo cortado con

ráfagas de luces psicodélicas del boliche.

Días después me encuentro de nuevo con Osvaldo, que me invita a su casa en un suburbio de

Flores, una casona vieja de patio de baldosas de dos colores con plantas añosas y una puerta altísima

que daba a un living angosto y largo. Era una tarde soleada. Salimos a la puerta para reparar el Opel,

tenía algún buje roto o algo así. Mientras charlamos Osvaldo, en overol, se tira abajo del auto a

desarmarlo.

- Che, sabés que María de los Ángeles, la rubia esa, te acordás?, está muerta conmigo, salimos un par

de veces y sigue convencida que soy brasilero. Loco, me lleva a conocer la calle Florida, el Obelisco,

a mí que soy tachero.

- Uy loco, y cómo vas a hacer para decirle que sos argentino?

- Qué se yo, tengo que seguir la sanata, sino me va a patear a la mierda, y está muy fuerte.

La verdad que estaba rebuena, era una de esas chicas que hasta el momento ni había intentado

nunca encarar. Sin embargo Osvaldo no se asustaba ante las lindas. Al contrario, siempre atacaba de

entrada a la más fuerte y en caso de fracaso, seguía de ahí para abajo, pero siempre dentro de límites

bien acotados de belleza. "Hombre cobarde no coge mujer bonita" era una de sus frases preferidas.

Como para corroborar lo que digo, esa misma tarde y mientras estaba tirado debajo del Opel,

engrasado hasta las orejas, pasa por la vereda de enfrente otra rubia, recontra empilchada y quizá más

fuerte que la novia del brasileño. La ve y me increpa:

- Mirá lo que es eso loco, andá y encarala ya!

Yo, recostado contra la pared de la verja y tomado de sorpresa, no me animo.

- No!, sos loco? Así nomás querés que vaya y la encare, no! Andá vos, a ver?.

- Mirá como voy y te consigo una amiga para esta noche, gil!

Se desliza por debajo del Opel y así como estaba y a plena luz del día, cruza la calle a paso

rápido mientras llama a la rubia que en un primer momento se da vuelta y no detiene la marcha. Al

llegar a la esquina Osvaldo le larga unas palabras mágicas que nunca voy a aprender y la mina para

en seco.

Charlan como diez minutos. Al rato Osvaldo vuelve con una sonrisa de oreja a oreja.

- Preparate Beto, que esta noche salimos con dos minitas.

Me veo en la obligación de decir que mientras escribo esto, y a pesar de haber estado a 30

metros del hecho, todavía no lo puedo creer.

En otra oportunidad estábamos en mi casa, sentados en la vereda como siempre, cuando pasa

una morocha linda (siempre las minas de Osvaldo son lindas) con una señora que parecía ser la madre.

Ya de lejos Osvaldo percibió la presencia llamativa de la chica.

- Señora, se la cambio por mi papá

 

Las dos se dan vuelta de súbito ante un piropo indirecto y por demás ingenuo y divertido. La

señora lo mira con una especie de sonrisa a lo que Osvaldo continúa totalmente suelto y

desvergonzado.

- Mi papá y la heladera

La morocha sigue caminando pero la madre se da vuelta, lo mira de nuevo y se ríe

abiertamente. Osvaldo da un salto hacia adelante y se coloca, caminando a la par, en medio de madre

e hija mientras hilvana una de esas conversaciones espontáneas que ni pensándolas detenidamente

puedo reproducir.

Al poco tiempo vuelve.

- Beto, vení que nos invitaron a tomar mate a lo de la morocha.

Una vez más, no lo puedo creer. Quedo atónito ante la habilidad versera de este campeón de

la sanata.

Otra, pero esta vez perdida. Un sábado como a las cuatro de la mañana vamos con el Opel

por la Rivadavia cuando en una parada del colectivo vemos dos chicas que de lejos ya se las veía

accesibles. Osvaldo clava los frenos al lado de la parada y bajamos para el inevitable encare. Osvaldo

habla hasta por los codos y ayudado por su sutil verborragia acceden a subir al Opel para llevarlas

supuestamente a la casa. El Opel no quiere arrancar, se quedó sin batería. Sin dar tiempo a nada, las

dos minas se bajan, nosotros también y nos disponemos a empujar el auto sobre el pavimento húmedo

de la avenida y con unos zapatos incomodísimos. "Ayuden chicas, por favor" ruega Osvaldo, pero

las minas ya ni nos miran. Atrás llega un bondi al que se suben pero antes largan un "Chau, tarado,

comprate un auto". Comienza a caer una de esas molestas lloviznas porteñas que te atraviesa hasta

los huesos. Empujo como puedo al Opel, Osvaldo salta al asiento del conductor, pone segunda y

como por arte de magia, el desvencijado taxi arranca. Enseguida subo rápido al auto, ya la lluvia viene

tupida. "Te mojaste?" me pregunta irónico. "Comprate un auto, tarado" le respondo parafraseando

a las chicas. "Sí, pero ya las teníamos en el buche, eh?".

Era muy divertido salir de joda con el maestro, aunque siempre quedaba yo relegado a

segundo plano, desdibujado ante semejante facilidad de palabra y cara dura como los adoquines de

la Lope de Vega. Era cuestión de estar un par de horas en su casa para que lo llamaran cinco o seis

minas por teléfono. No tenía límites en su capacidad ganadora, pero a veces se le armaban unos

despelotes terribles por olvidarse o confundir los nombres de sus innumerables mujeres. El hombre

con escasos 20 años, ya conocía todos los secretos del amor y transitaba cómodamente entre mujeres

de todas clases.

 

Hasta acá el ganador. Pero a medida que fuimos entrando más en confianza, me confesó la

nostalgia de un amor perdido hacía unos dos o tres años, amor del que le costaba reponerse, como

corresponde a todo porteño sensible. A pesar de que sus conquistas se basaban siempre en mentiras

a veces exageradas y por demás cómicas e intrascendentes, siempre vi en este amigazo una especie

de respeto subliminal por todas las personas, nunca iba a ofender ni a burlarse de otro, hombre, mujer

o perro. Una vez se recalentó cuando manejando mi Fiat 1100 (extraordinario regalo de mi viejo para

que no le manguee el auto de él) casi piso un gato adrede, si hasta quería profundamente a los

animales. No sé si ahora caigo en el error de idealizar a una figura que se me hace difusa con el paso

del tiempo, es probable que tuviera algunos defectos, pero algo de positivo debe haber si recuerdo

solamente su lado bueno. Los cuatros o cinco años que fuimos amigos, hasta que se fue a vivir a

Australia, los recuerdo como momentos alegres y varias veces profundos y emotivos. Esta es la clase

de persona que se necesitaba para sobrellevar tiempos difíciles, sin plata, sin amor, con militares y

policías por todos lados y con la incertidumbre de un futuro incierto. Nunca, jamás me negó su

compañía, hasta a veces suspendía salidas con mujeres como salidas de Hollywood no más por

hacerme pata.

Así fue que me acompañó incondicionalmente, junto con Walter, cuando se murió mi viejo,

cuando a cada rato volvía triste por algún amor frustrado, o bancándose de pie y respetuosamente

mis peroratas musicales insoportables.

Hace más de 10 años que no lo veo, no sé si alguna vez lo encontraré, pero de vez en cuando

me imagino que está subido en algún taxi verseando a una pasajera, o chamullando a una estudiante

en la cola del colectivo ante la mirada atónita del resto de los colistas. Yo paso por enfrente y

suspendiendo por un instante el coloquio me mira y me guiña un ojo.

Fin de este relato, que no tiene pretensiones de ser un cuento, sólo quisiera que sirva nada

más que para homenajear a mi amigo y en su figura a todas aquellas personas que nos hicieron a mí

o a otros sentir que entre la mezquindad propia del ser humano y la interminable carrera por el éxito

siempre hay un lugarcito para la amistad desinteresada que la vida nos presenta de vez en cuando.

Amigos son los amigos.

 

 


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