EL AMOR NO ES COSA FÁCIL, MENOS SI VIAJA EN EL 181 (Verano 1977)

Casi con 16 años, mejor dicho, con 17 o 18 mentidos, la rutina de los fines de semana era ir

a bailar a los boliches de Ramos, y siempre con el infaltable Walter. A menudo se nos unía algún otro

amigo del barrio o de la secundaria y casi siempre Mónica y Claudia, dos amigas de Walter que vivían

cerca de casa, conocidas desde la infancia y que de tanto verlas y pelearnos ya eran como dos

hermanitas menores para nosotros. Por esa época Mónica se enamoró del cabezón Rodríguez, amigo

mío de la secundaria, y a pesar de que él no le pasaba mucha bola comenzó un entrecortado noviazgo

que después se afianzó y duró más de diez años. En una de esas siguen hasta hoy.

Los sábados íbamos siempre en el 181 a Ramos y allí nos metíamos en Juan de los Palotes,

Pinar de Rocha, Jonas, Camelot o cualquier otro boliche al azar. Los domingos, siempre a For

Export, un boliche ultramoderno con estructura de hierro y pistas de baile que eran jaulas que

colgaban del techo.

Íbamos siempre, a pesar de que en el fondo sentíamos una especie de violación a nuestra

pasión rockera, como si renegáramos del flaco Spinetta y de Pappo yendo a esos lugares donde sólo

se escuchaba música disco o soul. Hasta los lentos eran en inglés. Siempre matizábamos las salidas

con algún recital, sobre todo de Pappo, al que fuimos a ver varios miércoles al Teatro Estrellas. Me

acuerdo que un día lo vi sentado tomando cerveza en el boliche de al lado, junto a... Willy Quiroga!

El bajista de Vox Dei. Con Walter contuvimos la cholula necesidad de ir a abrazarlos, tocarlos, o

aunque sea pasar cerca de ellos y nos limitamos a verlos desde la ventana, como quizá los griegos

antiguos de los libros de historia miraban o imaginaban a los dioses olímpicos.

Uno de esos sábados, calzados con zapatos lustrosos, pantalones con botamanga y camisas

floreadas con cuellos ridículamente exagerados, nos fuimos a Ramos Mejía. Entramos en Jonas, un

boliche frecuentado en su mayoría por jóvenes de clase media baja y donde había más posibilidades

de levantar algo, no como en Juan de los Palotes, donde eran todas chetas y si ibas sin auto, como

nosotros, o bien planchabas toda la noche o sino la cosa se cortaba nomás antes de la salida. Después

del obligatorio whiscola o Coca con Fernet, que Walter sistemáticamente tragaba sin respirar, salimos

a recorrer el área, intentando una rutinaria sacada a bailar, que la mayoría de las veces terminaba en

fracaso inmediato. Pero no siempre, como pude comprobar esa noche, que invité a la pista a Claudia,

otra Claudia, no la que venía con nosotros. Ni bien salimos a la pista con luces en el piso, como en

la película de Travolta, me mira fijo y acepta con agrado todas las pavadas que forzadamente intento

decir. Me enamoré de inmediato. Sorpresivamente vivía en mi barrio, a cinco cuadras de casa para

ser exactos. Por supuesto que luego de varios temas de Donna Summer y la Electric Light Orchestra,

nos sentamos en los reservados donde tuvo lugar un beso largo, larguísimo que se prolongó hasta las

cinco de la mañana, hora de partir. Salimos abrazados del boliche, atrás quedaba Walter, que seguía

dándole al Fernet, aburrido, Mónica y Claudia siempre bailando y algunos pocos flacos que ya están

por dar por concluida la velada. La abrazo fuerte entre la noche calurosa y las sombras de las veredas

silenciosas. Caminando despacio llegamos a la parada del eterno 181. Entre besos, caricias y

poquísimas palabras se acerca el monstruo rojo y blanco por la avenida, rugiendo, rompiendo

descaradamente el silencio de la madrugada.

 

 

Nos colocamos en el asiento de atrás del bondi, a esa hora semivacío. Mientras la sigo

besando en la penumbra cromada de los pasamanos y los asientos remendados puedo ver titilar la luz

de la calavera de la palanca de cambio cada vez que el chofer pisa el freno y el movimiento inerte y

cadencioso de Ceferino Namuncurá por sobre el manubrio nacarado.

Llegamos a destino, la acompaño hasta la casa y nos despedimos como en las películas, con

besos que no quieren terminarse y la promesa de un nuevo encuentro. Tranquilo y con una paz

interior de monje tibetano, vuelvo caminando a mi casa, ya las luces de mercurio se desvanecen dando

lugar a la claridad del alba y los primeros perros tempraneros hurguetean en la basura de la esquina.

Entro despacito tratando de no despertar a nadie, aunque adivino a mi mamá con los ojos abiertos

esperando mi llegada, la vieja no lograba acostumbrarse a la tensa espera a la que un hijo adolescente

somete a su madre cada sábado a la noche o cada vez que llega tarde.

Al otro día, como siempre, le cuento a Walter mi aventura una y otra vez. "No tendrá alguna

amiguita para presentarme?" me dice. En este primer encuentro no había reparado en ese detalle ni

había tenido en cuenta a mi amigo, que siempre estaba al acecho de alguna nueva relación. Mientras

escuchamos a Led Zeppelin en el tocadiscos Winco hecho pelota de Walter, repito mi periplo de la

noche pasada y formulo la promesa de traer una amiga, pero más adelante.

Esa tarde nos encontramos con Claudia nuevamente, salimos a caminar hasta llegar a una

plazoleta que estaba bastante lejos, a unas 15 cuadras de casa, después de pasar la cancha de

Estudiantes de Buenos Aires, lugar de inolvidables partidos de la B y de truculentos clásicos con

Almagro, el equipo del barrio vecino. Desde allí cruzamos las vías y nos sentamos en la placita.

Mientra caía la noche nosotros seguíamos chapando indiferentes a los autos y los basureros curiosos

que pasaban cerca.

Así pasaron un par de meses, repitiendo la rutina de las caminatas, matizadas con salidas a

boliches bailables o a la casa de alguna amiga de ella. Y el amor que florecía más y más. Después de

un tiempo se concretó la salida de los cuatro, Claudia trajo una amiga que presentamos a Walter y

éste de inmediato se dedicó a la labor de conquistarla sin la más mínima posibilidad de falla y como

siempre con un éxito absoluto. Mientras tanto me mantenía en mi mundo que terminaba simplemente

en aquellos dos ojos azules y brillantes.

Pero sería muy fácil y aburrida la vida si todo saliera siempre como uno lo desea. Por eso es

que, como corresponde a todo amor que a esa edad se precie de verdadero, después de un tiempo

comencé a notar una especie de lejanía y desdén de parte de Claudia y aunque yo prácticamente no

daba mucha importancia a su actitud últimamente algo esquiva, me di cuenta que algo andaba mal.

 

Era inútil preguntarle qué le pasaba, siempre respondía con un "Nada, por?" o bien derivaba

la conversación en algún tema que le parecía importante, pero que yo básicamente no entendía bien.

Seguía enamorado, interiormente no podía aceptar ni imaginar desengaño alguno, pero se aproximaba

el inevitable abandono. Casi me di cuenta cuando un día, muy cercano al final esperado, la llevo de

la mano a cruzar la calle y pasa un 181 muy cerquita y a toda velocidad, golpeando con las ruedas

delanteras sobre el agua estancada de la esquina que nos salpica un poco. "Cuidado, que hacés,

estúpido, me querés matar?". Ese "estúpido" retumbó en toda la cuadra. Lo dijo de una manera tan

agresiva que me entró miedo, miedo de perderla, pero ya estaba claro que la cosa se terminaba. Igual

no me resignaba al abandono. Al otro día del incidente con el 181 voy a buscarla a la casa. Sale a la

puerta la amiga, la que le había presentado a Walter. "No, Claudia no está" dice abriendo

mínimamente la puerta, lo suficiente para enviar el mensaje y cerrar al instante.

Vuelvo bastante amargado pero aún con alguna esperanza. Era posible que no estuviera, pero

en ese caso, qué estaba haciendo allí su amiga?. Al otro día, un sábado más, vuelvo con un poco de

vergüenza a su casa. Eran las 8 o 9 de la noche. Golpeo, sale Claudia y sin dar ninguna explicación

me dice "No, hoy no voy a salir. Después hablamos". Mintiéndome a mí mismo le creí, a pesar de que

estaba pintada y arreglada como para un casamiento.

De regreso a mi cuadra, encuentro a Walter, le cuento el fracaso y con su característica

elocuencia y esa filosofía aguda que le da el barrio a algunos privilegiados dice "No le des bola Beto,

las minas van y vienen. Mirá, dentro de un rato tomamos el bondi y nos vamos a Ramos, nos

levantamos un par de minas y que Claudia se vaya a la mierda".

Dejamos pasar un par de horas mirando la tele, pero ya vestidos para salir desde 2 horas

antes, y entre cigarrillos y sábados circulares salimos de vuelta a la calle eterna, esa que nos aceptaba

siempre, en las buenas o en las malas, sin preguntar antecedentes. Llegamos a la esquina y a dos

cuadras se ve llegar al inconfundible 181, que recorre por enésima vez su periplo circular. Subimos

y como de costumbre nos sentamos en el asiento trasero para cinco. Otra vez el movimiento brusco

de la sección trasera del vehículo nos hace correr de un lado a otro, Walter improvisa algún chiste

que hasta me levanta un poco el ánimo, pero todo se derrumba en la parada siguiente.

Allí, como si fuera la aparición del diablo, sube Claudia, pasa directamente sin pagar el boleto,

da tres pasos al interior, me ve en el fondo y mantiene mi mirada triste por un instante, sin una gota

de remordimiento en sus ojos. No dice nada, sólo mueve un poco la cabeza improvisando un invisible

saludo, se da vuelta y se sienta en la tercer fila, del lado de los asientos para dos. Detrás suyo sube

un flaco de pelo largo, de unos 20 años, con la camisa desabrochada hasta la cintura y pantalones

Oxford con una gigantesca botamanga. Paga los dos boletos y mientras se sienta a su lado la abraza

sonriendo. Los dos se ríen. Se reirán de mí o qué?.

El 181 sigue su rumbo, interceptado por los incontables baches de la calle, en la esquina los

frenos lloran con un chillido agudo, Namuncurá y el banderín de Boca con flecos amenazan soltarse

de la pared de chapa y los dos corazones tallados en el vidrio esmerilado no parecen darse cuenta del

tremendo desengaño que se está llevando a cabo en ese momento al ladito suyo.

En estos casos no se puede llorar, pero Walter vió todo y sabe todo, me mira de reojo y

piensa rápido una salida decorosa que me devuelva a la vida. En la cuadra siguiente se levanta

súbitamente del asiento y me dice "Vamos Beto, nos bajamos acá". Se coloca en la puerta trasera

abierta en posición de salto, lo sigo rápido y literalmente sin dejar detener al bondi, en un lugar donde

no había parada, nos arrojamos por la puerta para caer de lleno en un jardincito recién cortado.

 

Caminamos unas cuadras a toda velocidad hasta llegar a casa y entramos a lo de Walter. Son

las 12, parece que están durmiendo, todo está silencioso y estático. Sin prender la luz del living

encendemos la tele. Walter trae dos tazones gigantes de café con leche con Criollitas. Nos sentamos

en el sofá y miramos películas en blanco y negro hasta las cuatro de la mañana. El sábado termina,

me carcome una tristeza que me va a durar bastante tiempo pero me siento seguro junto a la por

momentos silenciosa y a veces hincha pelotas presencia del pesado de Walter, ese amigo incondicional

que se perdió el sábado por mí y que me cuenta chistes remanidos hasta que se acaban los cigarrillos,

el humo adentro de la pequeña sala se hace intolerable y me vence el sueño. Para qué están los amigos

sino.

Como sonámbulo me levanto del sofá, Walter que está más dormido que despierto dice "Chau

Beto, mañana nos vemos". "Chau loco". Y gracias para siempre.

 

 


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