EL VÓMITO (Octubre, 1976)

Difícil era conseguir un pase para los cumpleaños de quince en esas épocas. Las chicas de la

división eran muy selectivas e invitaban sólo a unos pocos privilegiados, entre los que me costaba

entrar. Sin embargo, con gran esfuerzo de mi parte por caer bien entre las damas y no quedar afuera

del baile, generalmente conseguía alguna de las últimas tarjetas de invitación que en muchos casos

sobraban y a la hora de invitar, faltando gente para rellenar la fiesta y no habiendo demasiadas

alternativas, me tocaba a mí.

Tuve la ocasión de presenciar varios de esos agasajos en salones fríos, con ventanas grandes

como pizzerías del centro, no muy decorados y con pomposos servicios de lunch de platos

interminables que viajaban entre la gente flotando por sobre las cabezas engominadas de mozos serios

con traje blanco inmaculado. La música siempre era contratada a algún disc-jockey del barrio, jóvenes

algo soberbios que por tener en su haber no sé qué cantidad de discos de Gloria Gaynor, Bee Gees

y otros artistas (siempre de habla inglesa) y un par de parlantes tamaño baño, se la daban de

cancheros y hacían caso omiso del pedido de algún tema en especial por parte de cualquier pibe de

la fiesta que no tuviera algún parentesco al menos de segundo grado con la cumpleañera. Cuando

alguno de nosotros se acercaba a pedirle tímidamente que ponga una canción determinada, el pasador

de discos de turno sistemáticamente dirigía la mirada hacia otro lado, quizá hacia el vacío oscuro tras

la ventana más allá de la pista de baile, generalmente sin responder y a veces, cuando estaba de muy

buen humor masticando un humillante "después" que nunca llegaba.

Nosotros, los pibes de la división de la que cumplía años, siempre nos sentábamos todos

juntos en algún rincón de las mesas amontonadas a lo largo y éramos constantemente acechados por

las miradas tensas y el acoso constante de los mozos, el encargado de los mozos, los padres y tíos

de la niña, y los otros pendejos amigos del barrio o primos de ella que por supuesto no conocíamos.

De entre los 80 a 100 invitados que se acostumbraba agasajar en esos cumpleaños de clase media,

los más inevitablemente eran miembros de la familia que pagaba la fiesta, y nuestro grupo de 10 a 12

pibes era la minoría que siempre estaba expuesta a la crítica del resto.

Los más quilomberos de los nuestros, si bien al principio se sentaban educadamente y en

silencio, enseguida luego de la primer copa de vino que parece fino o de alguna Quilmes de acuerdo

al caso, empezaban a generar un semicaos que al principio se limitaba a nuestra pequeña área de

alcance de dos o tres mesitas unidas, pero que pronto se iba extendiendo al resto de la sala. A medida

que pasaban los mozos reponiendo botellas se hacían cada vez más fuertes las voces y las risas, el piso

se iba poblando de manchones de ensalada y migas de pan y empezaba la cantinela del encargado que

nos trataba como si fuéramos indios en estado semisalvajes.

Menos mal que casi siempre en ese momento terminal comenzaba el baile, el vals sonaba

como una bola grave que rebotaba contra los gigantescos vidrios, el papá tomaba del brazo a su hija

y entre los aplausos y la aprobación de los presentes bailaban torpemente la primer pieza danzante

de la noche, el aburrido vals. Luego se hacía la cola para bailar con la niña e inmediatamente

empezaba a sonar la archiconocida y esperable música disco.

 

 

En uno de esos sábados, en el cumpleaños de Marisa, una petisa simpática con la que me

llevaba bastante bien, me pasé un poco con los tragos. Ni bien entramos al recinto pasó un mozo con

una ronda de champagne o sidra o lo que fuera que burbujeaba, tomé al vuelo una copa de pata

angosta y me la mandé de un sorbo. Ya en la mesa empezaron a venir unos platos fríos con una carne

que podría ser de cerdo, jamón, con decorados de papas que nunca había visto (mi abuela no

decoraba las comidas, pero cocinaba mejor que cualquier plato de estos fanfarrones servicios) y

botellas de vino de cuello largo. Me entró un hambre bárbara, y eso que por la tarde me había tomado

un grosero Toddy en una jarra de lata que tenía mi viejo, recuerdo de la infancia, y devorado

innumerables fetas de pan felipe previa inmersión en el tazón. Nada mejor que el sabor del pan blando

empapado en leche, mientras me limpio las chorreaduras de la pera con la manga de la camisa.

Comencé con el lechón, vino, jamón, vino ("Pará Alberto, te vas a mamar boludo", sabia

acotación del Colorado García). Sin darme cuenta y tempranito, empezaron a girar las luces del

techo, el viejo de Marisa me miraba con cara de odio y a mí me parecía que era simpático. Todo

estaba muy divertido a pesar de que me costaba un poco ponerme de pie.

Me di cuenta de la situación y me quedé un rato sentado duro, serio y callado. A mi alrededor

se estaba hablando ahora en un idioma desconocido y me preocupaba darme cuenta entre nubes de

que algunas frases eran dirigidas a mi persona, pero estaba imposibilitado de responder al no entender

ni fragmentos del coloquio. Por un momento llegó una ráfaga de lucidez que me sirvió para pararme

y caminar un poquito para recibir la frescura sanadora de una ventana abierta. El baile ya estaba

bastante empezado, figuras trajeadas o maquilladas pasaban cerca de mí sin percibir que me zumbaban

las orejas y que el pedo que tenía era ya morboso. De vez en cuando se acerca el Colorado o el ruso

Bravslasky para preguntarme medio con lástima "Te sentís bien, querés salir a la vereda?". Pero claro

que estoy bien, qué les pasa a estos tarados. Camino con un estilo que me pareció ágil hasta una mesa

cercana y cazo un vaso lleno de cerveza que tendría dueño, pero a mi qué me importa. Me chupo

también la cerveza, para que vean estos boludos que me la banco porque soy bien macho.

Pronto empiezo a sentirme mal de verdad, al ver que las fuerzas me flaquean me siento en una

esquina del salón, quizá la más iluminada. De lejos veo una masa móvil que una tenue voz de cordura

desde adentro de mi mente parece decirme que están bailando. A un par de metros mío están las

chicas de la división, todas hermosas en sus vestidos nuevos tan distintos a los acostumbradísimos

pulloveres azules escote en V y polleras grises.

Se acerca el derrumbe. La cabeza comienza a girarme sin posibilidad de parar, las palmas de

las manos están allá abajo pero no parece que sean las mías. Una incontenible y caliente criatura

empieza a hacer ebullición adentro del estómago y sube imparable. Automáticamente abro la boca

en un movimiento instintivo que quiere dejar salir ese monstruo del cuerpo. Allá van los cachos de

lechón, el vino, el pan mojado en Toddy y hasta los fideos del mediodía. Caen como en cataratas que

salpican a las chicas, que huyen despavoridas entre gritos. Estoy en medio de la nada, rodeado por

gente desconocida que me mira con asco. El Colorado y el Ruso me agarran cautelosamente para no

mancharse y me sacan a la vereda.

 

No recuerdo cómo atravesé el salón para salir, recién reacciono cuando estoy sentado contra

un paredón con el Ruso y el Colorado que intentan reanimarme. La fresca me hace reaccionar un

poco, pero esas manos que me cuelgan y se apoyan esporádicamente sobre los muslos no son las

mías.

El Ruso Bravslasky se caga de risa mientras me tiene del cogote.

- Boludo, lanzaste a todas las minas, no nos van a invitar más en la puta vida.

No sé de qué me está hablando, yo sólo quiero entrar de nuevo para sacar a bailar a Marisa.

Pero otra vez no me puedo parar, porque me tienen agarrado suavemente, lo que alcanza para

contrarrestar mis agónicas fuerzas.

Alguien de blanco, compasivamente trae un vaso de agua. Tomo la mitad y el resto lo

comparto con a mi camisa nueva.

- Hay que llevarlo a la casa.

Dice una voz lejana. La cabeza sigue girando bastante aunque menos que hace un rato. Como

un zombie, me transportan a un taxi que nunca sabré quién pagó ni de dónde sacó la plata para

solventarlo.

El viaje es un recuerdo borroso, después de algunos semáforos de colores variados y caños

de escape de colectivos con humo negro, llegamos a un lugar que se parece bastante a mi casa. Me

arrastran hasta la puerta y sale alguien que curiosamente también es parecida a mi mamá. La señora

dice algo confuso pero está muy irritada quién sabe por qué motivo.

Tirado en el sofá de cuerina y con ángulos rectos, la señora (será mamá nomás?) Me alcanza

un té con limón. Mis amigos se despiden y se van entre la bruma.

Mi mamá (ahora sí estoy seguro que es ella) se me acerca amenazante.

- La próxima vez te hago dormir afuera, ni te dejo entrar, ahora andá ya para la cama. Para esto una

te educa y se desloma!

Llego a los tumbos a mi pieza, me tiro vestido y hasta con los zapatos puestos y caigo

redondo y ya dormido antes de tocar el colchón.

Al día siguiente, luego de esta fiebre de sábado por la noche, me despierto con el ruido de una

batería de varios cuerpos que resuena en mi cabeza. Miro alrededor y mágicamente me encuentro en

camiseta, slip y tapado con unas suaves sábanas hasta el cuello. Qué rara es mi mamá, primero me

amenaza con dejarme en la calle y al ratito me desviste y tapa para que no me resfríe.

Por la ventana entra un rayo cálido de sol mañanero y un conocido olor a asado de domingo.

Se abre la puerta y aparece mi viejo, en alpargatas y empuñando un afilado cuchillo de carnicero.

- Estabas mal anoche, eh? Dale gurí, vestite así me ayudás con el asado.

Asado? No viejo, me conformo con una sopita nomás.

 

 


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