EL DEBUT (Julio, 1976)

Una vez más la secundaria nos reúne contra el paredoncito que rodea al edificio escolar, sobre

una calle quieta donde a la hora de entrada se congregan incontables bléiseres azules salpicados con

alguna que otra pollera gris.

Todos los días se generaban las obligadas y repetidas conversaciones con muy escasas

variantes y plagadas de malas palabras. Mientras Guille vendía los cigarrillos More (unos muy de

moda entonces, de 120mm de largo y papel marrón, que nadie sabía de dónde los conseguía) toma

la palabra el colorado García y a pesar que empezamos con el fútbol o algún dato solicitado

desesperadamente de lo que había que estudiar para ese día, la charla enseguida deriva para el lado

más interesante y preocupante: las mujeres.

Muchos integrantes de la barra ya tenían alguna que otra novia, y esto desde el año pasado,

en que súbitamente las 10 o 12 chicas de la división se habían puesto a afilar con otros tantos

compañeros del Segundo Quinta. Por supuesto que yo no entré en ese selecto grupo de los ganadores

de la división, pero a pesar de ello me las rebusqué para enganchar, luego de indescriptibles

sufrimientos y largas noches de planchada, a alguna minita en el Club Estudiantil Porteño y hasta salir

en varias ocasiones con ella. Pero de sexo, lo que se dice sexo, ni hablar.

En realidad creo que la mayoría de nosotros no había concretado hasta el momento una

relación sexual propiamente dicha, a pesar de que a algunos, como Eduardo, ya se los veía más

hombrecitos, debido a que quizá ya habían debutado. Pero Eduardo no contaba nada.

- ¡Levante la mano el que ya debutó!

Largó graciosamente García a boca de jarro, a lo que algunos respondieron con un "dejate

de hinchar" o "a vos no te importa", o bien levantaban la mano tímidamente, para no ser menos,

porque el de al lado ya tenía el brazo bien en alto. No sabía qué hacer, estaba entre la duda de mentir

para quedar bien (aunque en el fondo nadie me lo creería) o de hacerme el distraído y tratar de

inventar alguna charla con otro compañero que estuviera afuera de la ronda, porque básicamente me

costaba un perú aceptar y difundir mi inexperiencia sexual.

Sutilmente me borré del grupo indagador y me metí en la escuela al abrigo de preguntarle a

alguno por la lección de Geografía del día. Pero esto no iba a terminar allí. Ya en el aula, García, que

se sentaba en la fila de al lado, a la misma altura de mi pupitre, me pregunta bajito:

- Che, Alberto, vos debutaste?

- Eeee, s... No

Increíble el alivio experimentado, qué fácil había sido sacarse de encima el peso de la verdad.

Pero ahora tenía que esperar y aguantarme las cargadas del resto de la barra. Sin embargo, para

sorpresa mía, el colorado se pone serio, se acerca un poco y me confiesa: "Yo tampoco". Él tenía una

novia de la división, con la que apretaba a escondidas en todos los recreos y a la salida se iban a una

plaza cercana y se pegaban una franeleada que hacía temblar hasta el busto de Belgrano.

- Pero cómo Colorado, me vas a decir que con Miriam no pasa nada?

- No, ya le dije un montón de veces pero no quiere saber nada.

La profesora de Geografía, que estaba escribiendo en el pizarrón algunos nombres extraños

de ríos de Asia, meneando ampulosamente el pantalón ajustadísimo, se da vuelta inmediatamente y

al escuchar el cuchicheo clava la mirada en nosotros.

- Silencio, por favor.

Fin de la charla.

No hablamos más ese día, pero comenzó a crecer en cada uno de nosotros, casi al mismo

tiempo, un deseo que era como una obligación para cualquier pibe de tercero o cuarto: debutar. Hasta

el momento mis contactos con el sexo opuesto se limitaba a salir con Nancy, una chica que había

conocido en el Estudiantil Porteño y con la que manteníamos frecuentes apretadas en una plaza que

había por José Ingenieros o en la parada del colectivo, alguna que otra revista pornográfica y las

infaltables y mitológicas películas de la diosa Isabel Sarli. Esto último merece una reflexión aparte,

sino un libro completo.

 

Desde el invierno pasado, cursando el segundo año, no muy frecuentemente pero sí

respetando un ritmo tácitamente preestablecido, nos hacíamos la rata de vez en cuando para ir al Cine

Devoto o a otro que había en José Ingenieros y allí disfrutar de una experiencia sin precedentes:

cuatro películas al hilo de la Coca Sarli. La función empezaba a eso de las tres de la tarde y duraba

entre dos horas y media y tres horas. En ese lapso el cine se inundaba de útiles y bléiseres, todos

fumando adentro y golpeando frenéticamente los zapatos contra el piso de madera cuando se

retrasaba el horario preestablecido o se cortaba la película, cosa totalmente normal y esperable.

Gracias a esta práctica una vez se cayó completa toda una fila de butacas, lo que ocasionó la

suspensión de la función y la huida violenta de la sala, bajo las amenazas impotentes del encargado.

En esos días de retirada sigilosa de la secundaria, nos íbamos caminando tranquilamente hasta

el cine que quedaba a unas 15 cuadras, donde esperábamos pacientes las tres de la tarde, hora en que

comenzaba el delirio y el éxtasis de ver a la Coca, con esas dos gigantescas tetas que amenazaban con

salirse de la pantalla y aplastarnos.

Cada vez que asomaba un pecho de la diva se hacía un silencio respetuoso y cargado de

nerviosismo, ni hablar cuando esto sucedía mientras la Coca se presentaba totalmente desnuda y

nadando en algún río del litoral, ahí, en ese punto culminante, en ese clímax visual, los suspiros

llegaban a confundirse y hasta tapar el ruido de la máquina reproductora gastadísima. La diosa nada

estilo pecho, espalda, perrito, y esas dos masas triunfantes, esos globos inmaculados siempre se las

arreglaban para salir a la superficie y mostrarse en todo su esplendor, dándonos sobrados motivos

para soñar luego toda la noche, soñar que nos sumergíamos hasta desaparecer entre esas dos

montañas blandas y carnosas.

 

En estos cines, como dije, daban cuatro películas de la Sarli en menos de tres horas, esto se

debía a que les practicaban a las cintas una especie de censura invertida, es decir que cortaban todas

las partes menos interesantes en que se producían diálogos aburridos y a veces extensos entre la

protagonista y su partenaire de turno, diálogos que a nadie importaban y no hacían más que provocar

una ansiedad incontenible entre el público, esa masa adoradora de la diosa tetona, que nada más

esperaba ver la mágica demasía de esos dos zepelines bamboleantes y fogosos. Entonces estos cortes

daban lugar a que los filmes fueran fácilmente entendibles por los fanáticos, aún aquellos que habían

llegado tarde, cuando la película ya estaba empezada. Eran dos horas de un ataque tetal que llenaba

nuestros corazones y otros órganos de amor, alegría y ansiedad.

Entre tanto contacto sexual inconcluso, era obvio que la necesidad de concretarlo alguna vez

se despertara en algún momento de nuestra adolescencia. Por eso que el colorado García no tardó

en arengar a unos cuantos compañeros más y establecer una ida en masa al prostíbulo "Asturias", que

quedaba por Morón, cruzando las vías. La cosa se había definido para el sábado a la tarde.

De nuevo en mi barrio, le cuento a Walter el proyecto, que enseguida se prende.

- Yo también voy, cuánta plata hay que llevar?

- No sé, 100 o 200 pesos

Le digo sin conocer claramente el monto, ya que el dato del Asturias lo había traído Guille

y no había nada muy claro sobre su ubicación y cuadro tarifario, con lo que todavía se mantenía la

posibilidad de no encontrarlo y volver del debut tal como habíamos ido.

Ese sábado nos encontramos en Liniers. Contándolo a Walter éramos como 10 o 12 los que

tomamos el tren hasta Morón. Había mucho nervio, mucha tensión que se incrementaba a medida que

el tren iba sorteando las estaciones. Por fin, ya en Morón, caminamos unas cuadras siguiendo a Guille,

que conocía más o menos los nombres de las calles, hasta que en una cortada de adoquines, con una

cuadra larga y rodeada por un paredón semidestruido enfrente, vemos unos cuantos muchachos

sentados en la vereda o apoyados contra una parecita y a mitad de cuadra un cartelito ínfimo y

despintado: "Hotel Asturias".

Nos ponemos detrás de la tácita cola masculina y tratamos de definir el orden de ingreso al

lupanar. García organiza y pregunta si algún voluntario quiere ir primero. Saco fuerzas desde lo más

profundo de mi corazón y como para tratar de vencer ese miedo ancestral difícil de explicar en estos

casos y para disminuir la agónica espera, digo "Yo voy primero". Walter, también se ofrece a

sacrificarse por los otros y accede a entrar junto conmigo. Luego el colorado, Guille y el resto.

Rápidamente se moviliza la cola y quedamos parados en la puerta, a la espera de alguna señal

de adentro que nos autorice la entrada. Por un pestillo se asoma una vieja.

- Qué quieren?

- Queremos ver a las chicas señora

Responde Walter. A esta altura a mí no salían ni dos palabras seguidas. Al rato se abre la

puerta y un tipo bastante gordo y sudado ordena

- Pasen dos, los demás esperen.

Allá vamos Walter y yo, ni bien entramos dos mujeres se nos acercan y dividen nuestro

camino. La que me toca a mí me toma del brazo y me mete en un cuarto mal iluminado, con una cama

de respaldo de hierro y un colchón viejísimo, paredes totalmente sucias y oscuras y una mesita

también de hierro con una palangana. Me detengo frente a la cama de plaza y media. La mina me dice:

- Esperame acá, ya vengo.

Se mete en una especie de agujero en el costado de la pieza y casi inmediatamente vuelve en

bombacha y corpiño.

- Bueno, mirá, la simple cuesta 100, la media 200 y la completa 300, cuál querés?

- Eh, la simple.

Digo como alucinado ante la visión por primera vez en vivo y en directo de una mujer

desnuda.

- Bueno, entonces sacate el pantalón y el calzoncillo, nada más.

Obedezco como un autómata y quedo ridículamente desnudo de la cintura para abajo, pero

todavía con el pullover puesto. La señora, que tendría unos 35 años y con un acento entre paraguayo

o formoseño, y de la que en mi aturdimiento no podía decir si era linda o fea, sea porque estaba muy

oscuro o porque tenía atrofiada hasta la mirada en ese momento, se acuesta en la cama con las piernas

abiertas.

- Dale, subí.

No sé cómo estoy arriba de ella, con rapidez intenta estimularme pero no hay caso, estoy

anestesiado.

- Y, qué te pasa, a qué viniste?

No contesto, no me sale ni una letra, pero creo que ella notó una desesperación tan grande

en mi rostro que sorpresivamente deja su actitud violenta y me dice, como si fuera una maestra

condescendiente:

- Mirá, lo que te pasa a vos les pasa a muchos cuando vienen por primera vez. Yo ahora no te puedo

atender porque los sábados hay mucha gente, pero no te preocupes, si te venís el lunes o martes a la

mañana, que no hay nadie, preguntá por mí que vamos a tener más tiempo. Ahora vestite y pagame

que tengo que hacer pasar a otro.

Que no me preocupe!, seguro que no, qué hago entonces? Será que no sirvo para las

relaciones sexuales? Estaré enfermo? Qué les digo a los pibes? Perdón, querida Coca Sarli, pero esta

vez te fallé, y eso que mientras miraba tus películas estaba en condiciones de voltearme hasta al de

la boletería.

A pesar de todo, sentí un poco de alivio cuando me puse los pantalones. Pago y me voy de

ese lugar diabólico. Salgo a la puerta y todavía está el colorado, que aún no entró.

- Y, contá, cómo es, qué hay que hacer, cogiste?

- Sí, entrás y te llevan a una pieza, después te bajás los lienzos y se la ponés.

No podía, no tenía manera de decir la verdad. Lo imposible era mentirme a mí mismo, estaba

seguro que era un fracasado y que así iba a seguir toda mi vida. Encima, al rato sale Walter eufórico,

había tardado bastante más de lo usual en este tipo de servicios. Llega hasta nosotros y se desabrocha

rápido el pantalón.

- Mirá, loco, qué es esto?

La camisa era una sola mancha de sangre a la altura del bajo vientre. De tanto serruchar se

le había roto el frenillo al guacho, estaba dolorido pero contentísimo.

Con lo que me había pasado a mí y viendo a Walter, triunfador y feliz, no me quedaba otra

alternativa que el suicidio. Por supuesto, si hay gente que se mata por mucho menos. Esperamos un

rato en la puerta, cada uno contando su experiencia y yo tratando de mentir o callar todo lo posible,

hasta que salió el último de los nuestros, que parecía contento, aunque adiviné en su rostro una mueca

desesperada parecida a la mía.

- Debutaste?

- Sssí.

Pocas veces en mi vida recuerdo haber estado tan cerca de la muerte. Cuando volvíamos en

el tren, parados contra un asiento cerca de la puerta semiabierta, vi el deslizamiento veloz de los rieles

debajo de mí interrumpido en forma continua por los fogonazos de sombra de los palos del costado.

Juro que estuve a un pasito de tirarme de cabeza y terminar de una vez por todas con este amargo

calvario que hasta el momento nunca había vivido. De la barra, algunos comentaban entre risotadas

la experiencia, otros, como yo, callábamos y sonreíamos forzadamente en un intento falso de

complicidad. "Vamos a tomar algo" proponen pero con la excusa de que no tenía más plata, nos

bajamos con Walter en la estación Liniers, atestada de gente indiferente a mi sufrimiento. No parece

posible que nadie se dé cuenta del vacío infinito que me rodea, ni siquiera cuando me subo al 21 en

la General Paz. A nadie le importa. El regreso a casa era salpicado con los comentarios interminables

de Walter y su enésima descripción de la aventura, con lo que yo me veía obligado a asentir y seguirle

la corriente.

Por fin llegamos a casa. Me meto en silencio en mi pieza, atravesando mudo el comedor con

la tele prendida y el saludo de mi viejo que tampoco parece darse cuenta del asunto. Me quedo en la

cama tirado por un largo tiempo, no puedo retomar ni la lectura de alguna revista de historietas, ni

escuchar algún disco de rock pesado que hasta ayer me llenaba de emoción el corazón. Hoy no

causan ni un poquito de alegría. Hoy nada existe, nada sirve, como dice Moris. Ese atardecer de

sábado, en el que adivinaba los preparativos de mis amigos para salir a bailar o reunirse en alguna

esquina, todo me era indiferente. Me quedé en casa, sufriendo en silencio, llorando solo en mi

impenetrable pieza.

El día siguiente, domingo, pasó prácticamente sin ningún matiz ni atenuante para esta

desdicha, a pesar de que el barrio se despertaba con los momentos previos a los partidos de fútbol

en la radio, las charlas repetitivas entre vecinas y el olor del asado que mi viejo estaba preparando en

el fondo. Al otro día, lunes, cargo las carpetas y me voy al cole, dispuesto a soportar nuevamente los

logros de García y los otros. Y a seguir fingiendo.

Llegó la noche y persistía en mí una sola y terminante decisión: morir y terminar con el asunto

lo más rápido posible. Pero aunque resulte increíble, interiormente me resistía a esta idea y trataba

de buscar alguna explicación que justifique lo sucedido y por más que no la encontraba, llegaba a

convencerme falsamente de que algo raro tenía que haber pasado para que esto me ocurriese. Ahora

la depresión había dado lugar a una extraña ansiedad y nerviosismo. Perdido por perdido, se me

ocurre un nuevo intento, una última lucecita de esperanza, aunque insegura, renace.

 

Como la situación no podía empeorar, esa noche de lunes frío, tirado en la cama hojeando el

libro de la inexplicable materia E.R.S.A., decido faltar al día siguiente al Laboratorio e ir de nuevo

al Asturias, pero esta vez solo, sin presiones. Total, como dije, esto no podía empeorar.

Me levanto el martes temprano, tomo el 181 pero esta vez para el otro lado, para Ramos

Mejía. A eso de las 8 de la mañana estoy en la estación, esperando el tren a Morón. Demasiado

temprano para ir al prostíbulo, me quedo por casi dos horas sentado en un banco en el andén, ansioso

y triste a la vez, con un nudo en la garganta que me aprieta el cogote cada vez más. Pero la decisión

ya estaba tomada. Súbitamente me paro y subo a un tren que está casi arrancando, llego a Morón,

camino las cuadras recordadas del sábado pasado y de nuevo estoy frente al cartel diminuto que

indica someramente la oferta de sexo alquilado. Esta vez no hay nadie en la puerta. Golpeo

tímidamente y ahí me doy cuenta que ni siquiera sé el nombre de la señora del otro día, en el fragor

de mi lucha interna hasta se me había olvidado preguntárselo. Pero no tengo tiempo para más

razonamientos, la puerta se abre y me atiende la misma vieja.

- Qué desea?

Esa pregunta protocolar que siempre hacía. No sé que tipo de respuesta esperaba, pero uno

siempre inventaba alguna salida decorosa para no largar a boca de jarro un desubicado "Quiero coger,

señora".

- Puedo pasar?

Le digo solemnemente.

- Es un poco temprano, pero bué, pase.

Ni bien me interno en esos pasillos largos con puertas inescrutables, la suerte quiere que la

paraguaya del sábado se asome desde una de las piezas y al verme diga "Vení, pasá que yo te

atiendo". Increíble, pero me reconoció. Cómo era posible que entre tanta gente y tanto trabajo se

acordara de mí, no sé, pero al menos me saqué de encima la preocupación de no encontrarla.

De día se la veía un poco mejor. No era muy linda ni joven pero conservaba unos rasgos

medio aindiados y una piel lisa color mate. Estaba un poco rolliza, no mucho, pero usaba un camisón

semitransparente que dejaba adivinar los pechos y la cintura, pero ocultaba los rollitos. Ni bien entro

esta mujer, una de mis mejores profesoras de la secundaria, comienza a hablarme con dulzura, como

si fuera una hermana mayor o una tía complaciente y cariñosa. Y todo eso nada más que por cien

pesos.

- Cómo te llamás?

- Alberto.

- Sentate tranquilo que hoy tenemos tiempo. Sacate la campera.

 

 

Me acomodo en un borde de la cama y ella, de la que todavía ni sé su nombre, se acerca, me

atraviesa la cintura con un brazo y suavemente comienza a besarme.

- Tenés novia? Pregunta mientras me besa.

- Más o menos.

 

Mientras me toca súbitamente siento que algo crece dentro del vaquero gastado. La abrazo

y ni bien nota mi estado de dureza me dice "Dale, sacate la ropa que vas a debutar". Me quedo sólo

con la camiseta puesta. A un costado, sobre una silla de caña, quedan los útiles, el bléiser, el pantalón,

el calzoncillo, la vergüenza, el miedo, todo.

Vuelve a repetir la rutina del sábado, se acuesta boca arriba en la cama y con las piernas

abiertas.

- Ahora subí.

Intento besarla de nuevo pero aparta un poco la boca para evitar mi lengua. No importa, ya

estoy a punto y ... está entrando!. Comienzo un movimiento rítmico que había visto en alguna

película, no sé si de la Sarli u otra de esas francesas clase C, pero lo mío es muy torpe. La señora me

ayuda con un bamboleo de caderas tan hábil como experimentado y de inmediato siento algo que

llega imparable. Primer orgasmo asistido. Como una ráfaga pasa por mi cabeza la cara ingenua y

prometedora de la Coca Sarli en la pantalla grande del cine, atravesada por los surcos de la cinta

gastada, o nadando en el Paraná. Esos dos tetones inmensos se parecen mucho, aunque en escala 1

en 10, a los de mi compañera rentada.

Ni bien termina la sesión se levanta como apurada, en un solo movimiento se pone bombacha,

corpiño y camisón.

- Bueno, ¿viste que no era tan difícil? Ahora lavate, vestite y andate a tu casa.

Me enjuago un poco en la palangana que sigue en el mismo lugar del sábado, me visto rápido

y eufórico y le digo un ridículo "Gracias". "Chau" responde con una sonrisa como de lástima, y eso

fue lo último que escuché de ella. ¿Sabrá esta mujer que acaba de salvarme la vida, y yo que ni

siquiera sé su nombre?. Ahora ya es tarde para preguntarle cómo se llama.

Con una sonrisa imposible de evitar atravieso los pasillos pisando las baldosas con firmeza,

logrando un eco exagerado a mi paso. Salgo a la calle, el invierno húmedo y frío parece una tarde en

Acapulco. La vida me sonríe, el futuro es mío. No veo la hora de llegar al ENET 27 y poder mirar

cara a cara al colorado, ahora soy uno más de ellos, me he ganado el respeto de mis amigos y lo más

importante, de mí mismo.

Ese mediodía no volví a comer a casa, a pesar de que mi abuela me estaba esperando bastante

preocupada y con un guiso maravilloso ya servido. Me fui directamente al cole. En el buffet estaban

almorzando el colorado García, el ruso Bravslasky, Guille y otros que vivían lejos. Me siento con

ellos, tratando de ocultar esta inmensa alegría que delataría la mentira del fin de semana pasado.

 

 

De repente la barra determina ir ratearnos el viernes para ir al cine Devoto y ver por tercera

vez una película tan mala como inolvidable, tan tonta como necesaria para toda la purretada porteña

y de otras latitudes en la década del setenta. Ya la había visto varias veces y ahora que estaba

sexualmente realizado, no me iban a enseñar ni mostrar nada nuevo. No obstante, ese viernes nos

encuentra a toda la horda de fanáticos con bléiser azul congregados en el Devoto, fumando en la

puerta. En breves instantes va a dar comienzo la reproducción del inmortal, el incomparable film,

ganador indiscutido del Oscar de platino de la Academia de Onanistas Quinceañeros: Las Colegialas

Se Confiesan.

 

 


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