MI ABUELA SIEMPRE ESTÁ (Noviembre, 1974)

Hacía unos meses que me había agarrado un metejón bárbaro con la música. El interés por

ese arte supremo se me despertó cuando empezamos a ir a la casa de Ángel, que tenía prácticamente

todos los discos de los Beatles y alguno que otro de otras bandas inglesas de similar importancia. Allí

pasábamos largas tardes escuchando una y otra vez los inimitables y lluviosos discos, mirando sus

tapas de cartón superelaboradas con esos extraños dioses olímpicos de pelo largo y pose avasallante,

con lo que de a poco fue naciendo en mi una pasión por la música que todavía me dura, a pesar de

que ahora ya no se me eriza la piel ni siento la profunda emoción que experimentaba a los 14 o 15

años con algún riff de Blackmore en la guitarra, o con esos rockanroles crudos y rabiosos de Zeppelin

sonando a todo lo que da en mi gastadísimo tocadiscos Berkeley.

Entonces empecé a empuñar con desesperación una viejísima guitarra criolla que mi viejo

tenía guardada en un ropero desconocido y, sin mucho éxito, comencé poco a poco a sacar algún

sonido aislado pero coherente, aunque todavía no sabía ni siquiera afinarla bien. Pero era tanta mi

dedicación y pasión por el instrumento que mi mamá, sacando plata quién sabe de qué ahorros

milenarios, un día inolvidable me regaló una guitarra eléctrica Fabrison nueva. No lo podía creer,

estaba allí y era mía.

Por ese entonces tenía que ir a la secundaria ENET 27. En algunas mañanas tenía taller, para

luego volver a casa donde mi abuela me esperaba con el almuerzo, ya que a esa hora mi mamá estaba

trabajando en su grado de primaria. Después, a eso de la una de la tarde, de vuelta a tomar el 181 y

otra vez al cole. En esas mañanas, ni bien llegaba de la clase de taller y sin saludar a la aguantadora

y complaciente abuela Haydeé, más conocida como La Mame, encendía el aparato diabólico y ponía

a Deep Purple a un volumen exagerado. "Humo sobre el agua" sonaba bien chillón y saturado, por

sobre el ruido de las cebollas friéndose, el olor de una comida casera irrepetible, los sermones y las

quejas de mi abuela acomodando mi bléiser que quedó tirado por ahí y la radio de la cocina que con

su voz finita desaparecía y moría frente a mi potente rock pesado.

Mientras tanto La Mame, esa mujer de campo venida a la ciudad desde muy joven, pero

conservando esas tradiciones y costumbres entrerrianas y esa entrega, dedicación y gritona bondad

que necesitaba tanto aunque normalmente le obedecía muy poco, ponía la mesa sin que yo atinara a

mover ni el más mínimo tenedor. Después traía el plato de comida para el nene, que seguía sumergido

en otro mundo con un sólo de guitarra de Blackmore repercutiéndole en la nuca.

El humo con olor a frito no paraba de salir de la cocina ni por un instante, y Doña Haydeé,

sacrificada e inquebrantable, seguía preparando quién sabe qué nuevo estofado u otra cosa que yo

sistemáticamente dejaba por la mitad. Y la música seguía sonando, en el aire, entre los cables

eléctricos de la calle y las copas de los árboles hasta cuando apagaba el tocadiscos para irme a la

parada del 181.

 

Mientras caminaba enfundado en el pesado bléiser azul, con mis carpetones y la regla T hasta

la parada del bondi en la esquina, La Mame se quedaba siempre mirando desde la puerta mi partida.

A veces, bastaba una mínima brisa para que me repitiera incesantemente desde la puerta hasta la

parada: "¡Ponete el pullover nene, te vas a enfermar así todo despechugado!". Jamás le hice caso, a

lo sumo ataba el pullover a mi cintura y alguna que otra vez al cuello, pero ponérmelo, como ella

quería, nunca. Don Ramón, un viejito simpático que siempre estaba enfrente tomando mate sentado

en su silla con el respaldo para adelante (y que me enseñó los primeros acordes en la guitarra, con

un repetitivo vals en La menor) miraba la escena sonriendo. Esto le servía a mi abuela para

confabularlo en mi contra y obtener apoyo ante la flagrante desobediencia:

- Vé que no me hace caso, después viene a que le dé remedios con los mocos colgando.

Un día fui apurado hasta la parada, el 181 estaba casi llegando e intento como siempre el salto

con un pie sobre el estribo sin que el colectivo pare. En realidad nunca paraba, sino que el chofer

aminoraba un poco la marcha, ponía segunda y ni bien yo daba un salto adentro aceleraba

nuevamente. Siempre estaban apurados. Pero ese día patiné con el pie de apoyo, quedé colgando por

un instante de la manija de la puerta y caí a la calle dando una vuelta carnero invertida. Me golpeé

un poco, no mucho, y fue más el susto que lo que realmente pasó. Pero bastó para que La Mame, que

miraba la acción desde la puerta de casa, emitiera un grito ronco y afónico y enseguida se pusiera a

llorar de la desesperación.

El colectivero esa vez paró, me ayudó a levantarme y como no tenía mayores heridas salvo

un pequeño raspón en la rodilla, me subí al bondi y seguí para la escuela. Ni pensé en tranquilizar a

mi abuela, que se quedó sufriendo hasta que volví a las seis de la tarde. La afonía le duró como un

mes después del susto.

Yo seguía con mis estudios musicales autodidactas, tocaba frenéticamente la Fabrison, pero

la guitarra casi ni sonaba sin un buen equipo donde enchufarla. Así que me decidí a conseguir un

trabajo para adquirir durante las vacaciones el carísimo amplificador. Cerca de la escuela había un

lugar donde se jugaba pool, metegol y además administraban un negocio de venta ambulante de

helados: El Plato Volador.

Allá me fui a buscar trabajo y de paso, lo arrastré a Walter conmigo. Grande fue mi alegría

cuando enseguida me toman, me dan una bicicleta y ahí nomás salgo a vender helados por la calle.

A Walter también lo toman pero no le dan vehículo, tenía que vender de a pie. Calculaba que con una

venta normal en quince días tenía la guita para comprarme el equipo. El primer día fue glorioso. Sin

ser un experto heladero ambulante había liquidado prácticamente todo el stock de la heladerita de mi

bici. Volví a mi casa contento con un montón de plata que nunca antes había tenido ni soñado en mi

vida. Pero a mi abuela no le gustaba para nada mi empleo. A mi mamá menos. Aunque era inútil que

intentaran alguna sugerencia o consejo conmigo. Yo estaba decidido y seguía adelante.

 

Así pasaron dos o tres días de ventas exitosas, salvo una vez que se me rompió el piñón de

la bici como a treinta cuadras del Plato Volador y me tuve que volver caminando y arrastrando la

bicicleta. Llegué muerto a casa. Al cuarto día sin querer me meto en los monoblocks del Barrio José

Ingenieros, sitio de alta peligrosidad, impenetrable y que la barra jamás había intentado visitar.

Estúpidamente me encuentro en medio de los monoblocks cuando un flaco me para y me pide un

helado. Yo abro la tapa de la heladera y enseguida se acercan como diez más que comienzan a

servirse helados descaradamente. "Yo quiero éste", "yo este otro", "éste para mi hermana". Me

vaciaron la heladera. Ya sabía que nadie iba a pagar la compra, pero en lo único que pensaba era en

rajar lo más rápido posible del lugar. Cuando se acabaron todos los palitos y vasitos, el más grande

me dice: "Bueno, tomátelas, agradecé que no te cagamos a trompadas". A toda velocidad salgo de

los monoblocks y sin parar de pedalear llego al Plato Volador. Menos mal que no me afanaron la

guita. Pocho, el encargado, al verme llegar a la una de la tarde (la hora normal de regreso eran las seis

o seis y media) sólo me pregunta secamente y sin mirarme:

- ¿Qué pasó pibe?

Yo, con la cara desencajada le digo:

- Me asaltaron, me afanaron todos los helados.

- Ah, no sé che, tenés que pagarlos vos.

Esta afirmación no dejaba lugar a negociaciones, así que saqué de mi bolsillo la ganancia de

los días anteriores (llevaba toda la guita junta) y pagué. Me quedaron solamente algunos pocos

billetes que los debo haber gastado en caramelos.

Dejé la bicicleta en el boliche y me tomé el eterno 181 hasta mi casa. Cuando llego le cuento

con lágrimas en los ojos lo sucedido a mi mamá y a La Mame, que sin dejarme terminar la narración

dice: "Viste, yo te decía que no tenías que ir". Si alguna vez mi abuela no tuvo razón, yo sinceramente

no lo recuerdo.

Abatido y fracasado, salgo a la puerta con la decisión de no volver jamás al Plato Volador.

Lo veo llegar a Walter con la heladera en la mano. "Qué hacés, no fuiste a devolver los helados?".

Walter me cuenta una historia extraña, que se había ido a vender hasta Retiro y no sé qué más le había

pasado, pero le faltaban varios helados y no tenía la guita para pagarle a Pocho, que por lo visto había

gastado todo en unos flippers, así que decidió volverse a la casa. Tenía la obligación de retornar al

Plato Volador con la plata recaudada y los helados no vendidos, ambas cosas imposibles de

conseguir, porque mientras hablábamos nos comimos como 14 palitos que Walter iba sacando de la

heladerita.

- Qué vas a hacer Walter, cómo le vas a pagar?

Pregunto, aparentemente mucho más preocupado que él.

- No loco, yo no piso más la heladería, que Pocho se vaya a la mierda.

Responde, encontrando como siempre la solución más rápida y práctica.

Así que se terminó nuestra experiencia de marketing ambulante, mal, como había profetizado

La Mame, que por supuesto estaba segura que había sido otra absurda idea de Walter, ese mocoso

atorrante.

Al otro día, me carcomía la deseperación por ese equipo milagroso. La Fabrison sola ya no

me alcanzaba, y mi abuela, una vez más vencedora, me hostigaba:

- Y ahora qué vas a hacer, vas a vender otra cosa, ¡dejate de joder!

- No, voy a ir a los flippers a pedir trabajo, por ahí me dejan atender el boliche.

Le contesto desafiante, arrogante.

- Andá nomás, te van a meter preso, vas a ver, y después no me vengas a pedir que te saque. ¡Abráse

visto, mocoso cursiento!

 

Nunca intenté conseguir trabajo en los flippers, pero sí pasábamos largos ratos con Walter

frente a las máquinas ruidosas y con miles de lucecitas titilantes. El golpe seco que indicaba la

obtención de un partido gratis era tan placentero como un gol de media cancha.

Si bien seguía en mí el latente deseo de tener un equipo de guitarra, como Blackmore, éste

se fue desvaneciendo poco a poco dejando lugar a otras necesidades, como los partidos de fútbol,

las desconocidas mujeres, etc. Pero igual seguía tocando con mi Fabrison ahora enchufada en una

entrada auxiliar del Berkeley, con un injerto de cables que me había hecho Ángel, el especialista en

mecánica y electricidad. Y por supuesto, seguía maltratando a mi abuela con Deep Purple, mucho más

ahora que tenía dos discos nuevos que me había comprado mamá. Una tarde me dió la plata y fui

corriendo a la disquería del centro de Caseros y compré "Quemar" y "Deep Purple in rock", dos

clásicos. Volví y los escuché cinco veces sin parar.

De más está decir que ahora, después de más de 20 años, todavía cada vez que escucho esas

melodías pesadas y estridentes, con la batería sonando sin tregua, con Gillian gritando como

desaforado, siento de nuevo el olor del estofado en la cocina, me nubla la vista el humo liviano y

grasoso de la sartén, mi perro Casimiro, ya viejo, ladra una vez más y mi abuela, mi querida abuela,

está allá, en la cocina rezongando, o en la puerta hablando con la vecina, o mirándome con la ternura

inigualable de esa vieja inquebrantable.

No hay dudas, mi abuela siempre está.

 

 


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