PERÓN SE MURIÓ EN EL MOMENTO JUSTO (Invierno, 1974)

Desde principios del 73, en que era inminente la vuelta de Perón la cosa se había puesto

movida en el barrio.

Como desperezándose de un letargo silencioso y oscuro, despertaba en la gente pobre de los

suburbios una nueva esperanza: la vuelta del líder, el magnífico General. En la calle la política pasó

a desplazar con contundencia hasta al fútbol, tema obligado de las reuniones en las veredas. En la

radio se repetían una y otra vez las marchitas y las propagandas para votar por Cámpora. La gente

festejaba por anticipado el inminente regreso de Perón.

Taelo, peronista acérrimo e incondicional, comenzó los festejos desde mucho tiempo antes,

intentando integrar también a mi viejo, que si bien era algo peronista, no lo era tanto como para salir

a la calle a cantar la marcha. Pero Taelo la cantaba por todos. Con su inseparable vaso de vino en

mano, sacaba a la puerta un parlante medio desconado de uso exclusivo en los bailes callejeros que

se organizaban para fin de año o para carnaval y alternaba la marcha peronista cantando a coro con

Hugo del Carril con cumbias de Los Wawancó.

Por su lado mi mamá no tenía ni la menor intención de festejar nada, no quería ni que le

nombren a Perón. Siempre contaba cómo le hacían cantar obligatoriamente la marcha en su pueblo

natal de San José, Entre Ríos, y hasta afiliarse para poder conseguir su primer trabajo de maestra

primaria. Esto sumado a que venía de una familia estrictamente antiperonista no la ayudaba mucho

a acompañar los festejos generalizados del barrio. No tenía nada que festejar.

No obstante, mamá soportaba estoicamente las continuas alegrías y desplantes de Taelo que

se la pasaba de fiesta, tomando vinos infinitos y abrazándose con mi viejo mientras sonaba la marcha

peronista en mi Berkeley.

Gran revuelo en el país por la llegada del líder, aunque a nosotros con 12 o 13 años, nos

afectaba muy tangencialmente, pero nos servía para participar de bailes y encuentros vecinales en la

calle que hacían continuar esos ignotos días de carnaval en los que alguien sacaba un parlante bien

chillón a la puerta, otro colgaba unas lucecitas de colores que atravesaban la calle y se armaban unas

pachangas memorables y nunca interrumpidos por el tránsito, ya que ponían un auto o una camioneta

en cada bocacalle para cortar la circulación.

Así que Taelo, con una creatividad envidiable, seguía inventando actos teatrales para el

regocijo de toda la cuadra y sobre todo de nosotros, los más chicos. Lo más gracioso era cuando se

prendía en los partidos callejeros y totalmente adrede tiraba un bombazo contra la persiana de Don

Pablo, para luego esconderse y esperar la salida del italiano. Ni bien Don Pablo pisaba la vereda

furioso, Taelo se le acercaba y lo calmaba con palabras de apoyo y confraternidad vecinal, haciendo

causa común en contra de esos mocosos molestos y maleducados que jodían todo el día con la pelota,

sobre todo a la hora de la siesta.

 

 

Una noche, amparado por la oscuridad de la calle mal iluminada, toca timbre en mi casa

disfrazado de mujer. Tenía un físico bastante parejo y proporcionado, pero estaba irreconocible detrás

de los zapatos con tacos, las medias de encaje negro, una minifalda bien provocativa, maquillado y

con peluca rubia. Sale mi abuela y al ver semejante loca que hasta a mí me costó reconocer, se le

transfigura la cara.

- Buenas... ¿Aquí vive Don Carlos?

Mi abuela ya estaba furiosa. ¡Cómo se iba a atrever esta loca venir a la propia casa de su hijo

y su respetable familia!.

- ¿De parte de quién? ¿Usted quién es?

- Una amiga, ¿puedo pasar?

- De ninguna manera, espere acá que lo llamo.

Mi abuela entra a la casa totalmente rabiosa.

- Che, nene, te busca una loca allá afuera que no sé quién es. Pero.. No le da vergüenza venirse a esta

casa así nomás. ¡Abráse visto!

Pero ya era tarde. La pseudo-loca ya estaba adentro y para estupor de mi abuela, mi papá la

recibe con una sonrisa, la hace pasar y se ponen a conversar. Por un momento también me sorprendí,

pero pronto noté el disfraz, también mi abuela, en un momento en que Taelo le dice a mi viejo con

voz finita "Esta es tu mamá?" y se acerca a La Mame para darle un beso. Cuando mi abuela lo vió

de cerca largó tal carcajada que casi se caen los cuadros, literalmente lloraba de la risa. Hasta mi

perro Casimiro se sobresaltó del susto, saliendo de su aburrido letargo de perro viejo. Mi abuela tuvo

que sentarse y sacarse los lentes y ni así podía parar esa risa que encima era contagiosa. Casi le da

un infarto ese día.

Entonces, entre risas, noches de barrio festivas y grandes contradicciones del gorilaje, llegó

Perón y se instaló como el gran líder esperado que era. En esa época, año 74, la secundaria era un

descontrol. Los de sexto entraban como pancho por su casa, en remera y con el pelo largo,

prácticamente empujando a los preceptores. Nosotros, en primero o segundo año, aunque

tímidamente también alterábamos bastante el orden. A eso de las 12 y veinte nos íbamos a jugar a la

pelota a una plaza grande que había a una cuadra del cole, allí nos juntábamos con unos vagos que

trabajaban en una metalurgia cercana. Nos mandábamos unos partidos bárbaros. Después,

completamente transpirados, sucios y con el bléiser bien manchado de tierra (los bléiseres siempre

se acopiaban al lado de la cancha tirándolos directamente sobre la tierra y muy pocas veces se tomaba

la precaución de apoyarlos sobre alguna franjita de pasto que todavía quedaba) entrábamos a clase

con total desparpajo, total a ningún directivo se le ocurría molestarnos mucho por la desarreglada

vestimenta.

Pasó el 73 y parte del 74 entre libros nuevos y la ansiedad por descubrir una escuela

desconocida y rostros aún más desconocidos. Los mensajes de Perón o López Rega por la tele se

colaban entre los dibujitos animados que me resistía a abandonar y el cine de super acción de los

sábados a la tarde. Taelo seguía con sus rutinas entre graciosas y criminales, dando que hablar a todo

el barrio. Hasta que llegó el mes de junio del 74.

 

 

Ese año, el primero de la secundaria, comenzaron los primeros furtivos bailes y salidas donde

había que entablar obligatoriamente relación con las chicas, principalmente en mi caso para no quedar

como un tarado con el resto de la barra. Al principio no me gustaban mucho las reuniones o bailes

y trataba de evitarlas, sobre todo porque no tenía mucha aceptación entre mis compañeras y siempre

quedaba pagando, ya sea parado sólo cerca de la barra del club de turno, esperando a que se termine

el baile de una vez para irme, o con la compañía de algún otro perdedor como yo mientras el resto

cortejaba a las minitas incipientes.

Entonces, resulta que se organiza uno de esos bailes para un viernes, en el que iba a ir

prácticamente toda la escuela y no había forma de evitarlo. Ya varios tenían sus respectivas noviecitas

y esperaban tranquilos y confiados ese día, prácticamente todos los de la barra piola de segundo

quinta tenían novia, sacando al grupo de los tragas, que seguro que no iban a ir pero que tenían bien

asumida su situación de marginados del grupo canchero y divertido.

Pero yo no. Tenía que ir aunque ya me veía en medio del salón solo, planchando toda la noche

y sin ninguna posibilidad de acercamiento a mujer alguna. Pero estaba obligado a ir si no quería pasar

al grupo defenestrado de los estudiosos callados y tímidos y perder la integración que tanto me

costaba con la barra de los más bananas.

Así que no había más remedio que ir y sufrir en silencio.

Para mejor, el jueves teníamos una prueba de Castellano para la que no había estudiado nada

y en mi condición de alumno novato y preocupado por no sacarme un inexcusable uno me

preocupaba demasiado. Había que leer como treinta hojas de un libro anodino, muchísimo más de lo

que normalmente se estudiaba en la primaria.

Al comenzar la semana, llegan noticias de que Perón está gravemente enfermo y agonizando.

El barrio, en un 80% era un sólo lamento. El resto, quizá por respeto o por miedo a las

represalias, no decía nada. El martes llega la noticia tan temida pero no menos esperada: se murió

Perón. El país entero vive un luto que por decreto durará varios días. Se suspenden las clases, casi

todas las labores, el fútbol, los festejos, los bailes. ¡Los bailes! ¡Las clases! ¡Eso quiere decir que se

suspende el baile del viernes! ¡Y la prueba de Castellano!

En mi inconsciencia de casi adolescente y sin desearlo, me sentí feliz. Zafé de ese baile

tenebroso, puedo seguir fingiendo que soy un piola. Y de la prueba, ahora tengo todo el otro fin de

semana para estudiar. Me duele aceptarlo, pero reconozco que me sentí feliz con la muerte del

general, que en realidad conocía poco.

En ese martes histórico en la escuela el ambiente también era más bien de algarabía. Los

alumnos de los años inferiores no les daban ni la menor importancia a la muerte del presidente en lo

concerniente a dudas por el futuro del país después de su deceso, antes bien, significaba un motivo

para no tener más clase por el resto de la semana.

Pero claro, para el próximo baile no me va a salvar ni Perón. Creo que lo mejor para evitarme

serios problemas tanto internos como para afuera, va a ser aceptar lo que realmente soy, algo tímido,

no muy lindo, pero querible. Por lo menos mi mamá y mi abuela me quieren. ¿No es más que

suficiente por el momento?

 

 


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