DERROTA PUGILÍSTICA (Julio, 1974)

Corría un crudo invierno ese año, pero el frío y la acostumbrada humedad no nos asustaban.

Seguíamos callejeando constantemente, a pesar de que el segundo año de la secundaria venía bastante

duro. Las exigencias en el colegio no eran las mismas que antes, pero de todas maneras no

suspendíamos nuestras actividades deportivas en la calle. Era totalmente imposible resistirse al

llamado sagrado del barrio, esa voz silenciosa pero que se escuchaba fuerte en los corazones de

cualquier pibe del suburbio.

Ese asfalto húmedo, con el eterno río de agua podrida contra los cordones de la vereda, que

se ensanchaba siempre llegando a la esquina de mi casa, esas luces de mercurio titilantes y el

indispensable partido de fútbol, interrumpido sistemáticamente por diversos factores: el paso de algún

auto, las quejas de algunas vecinas molestas, la caída de la pelota en la zanja (que motivaba una breve

interrupción para secarla en los yuyos de la esquina) y dos hechos más que producían la finalización

definitiva del encuentro: si la pelota se colgaba en lo de Doña Adela (que jamás la devolvía) o si un

potentísimo shot desviado pegaba contra la persiana del negocio de Don Pablo, en cuyo caso

recuperábamos a los ponchazos la pelota y salíamos rajando para la otra cuadra.

Don Pablo era un tano peligroso y sumamente intolerante, aunque a veces nos convidaba

alguna que otra naranja de la verdulería. Párrafo aparte merece el sofisticado método que utilizaba

Walter para chupar la naranja: sin abrirla, la amasaba durante un largo tiempo hasta que en el interior

de la misma se disolvía toda la pulpa. En ese estado le hacía un pequeño orificio en el ombligo y así

la cáscara se convertía en un verdadero recipiente de jugo, que Walter bebía como si fuera vino de

una bota vasca, con la naranja a unos 30 cm de distancia por encima de la boca.

Una tarde de julio, mientras jugábamos al hoyo-pelota, otro deporte sumamente violento en

el que siempre se terminaba a las piñas indefectiblemente, se vino a nuestra cuadra Ángel con su

bicicleta nueva y recién lavada. En general todos teníamos bicicletas excelentes, decoradas al máximo

de detalle, con manubrios al estilo Harley Davison y asiento con respaldo. La bicicleta era un medio

de locomoción fundamental para nosotros, y sobre todo su presentación, nunca tenían ni una gotita

de barro, las lavábamos a diario y cuando había que cruzar una zanja lo hacíamos a paso de tortuga.

Ángel era un verdadero fanático de la bici y con su alma de fierrero siempre le ponía alguna

innovación que despertaba la admiración del resto de la barra.

Hacía poco tiempo que se había integrado a nuestra sociedad espontánea pero tan verdadera

como una asociación reglamentada. Su casa quedaba a cuatro cuadras de casa pero seguido se lo veía

por nuestra calle, más ahora que andaba afilando a una chica que vivía cerca, a unas dos cuadras

cruzando la Mitre. Como para ir hasta allá tenía que pasar inevitablemente por nuestra zona, a veces

se quedaba jugando o charlando con nosotros (cuando después de varias idas y venidas no encontraba

a la niña).

 

Sin embargo todavía lo veíamos como a uno de afuera, tenía un año más que el resto de

nosotros pero físicamente no se diferenciaba. Más aún, era bastante más bajo que yo mismo. Tenía

un carácter un poco callado y taciturno, no se metía con nadie pero hasta el momento nadie había

intentado un acercamiento más allá de algunas breves charlas de autos o de minas, mientras

seguíamos con nuestros juegos y deportes al aire libre: Poliládron, Cachurra-montó-su-burra, o El

Verdugo.

La práctica del verdugo era algo que subjetivamente nadie quería ejercer, pero de vez en

cuando se nos despertaba una sensación de violencia incontenible y ésta era una de las maneras más

siniestras de canalizarla.

El Verdugo se jugaba entre tres participantes, los que cada uno a su turno debían arrojar al

aire un par de chancletas o alpargatas, y de acuerdo a la forma en que caían, cada participante asumía

un rol determinado. Si caían las dos con la parte superior hacia arriba, el lanzador era el Rey, con las

dos suelas hacia arriba, era Basura y con una suela hacia arriba y la otra hacia abajo, el jugador era

el Verdugo. En caso de empate se continuaba arrojando chancletas al aire hasta que quedaran

claramente establecidos los roles. Luego, el Rey indicaba al Verdugo tres castigos para propinarle al

Basura.

Nótese la cínica crueldad del juego, ya que el Basura sufría tremendas torturas que les eran

producidas por el Verdugo, pero éste no tenía la culpa, ya que debía obedecer estrictamente las

órdenes del Rey en lo que respecta a los tipos de castigo y a la intensidad de los mismos, so pena de

transformarse automáticamente en Basura si al Rey se le antojaba que no había cumplido

correctamente su orden.

Había muchos tipos de condenas, por ejemplo: motoneta a 100, 120 o más, que consistía en

apretarle las orejas al Basura y girarlas fuertemente contando de diez en diez hasta llegar al número

establecido, volcán fuerte, mediano o suave, con lo que el Verdugo debía golpear con la chancleta

la mano cerrada del Basura con los dedos hacia arriba, el consabido piquete de ojos, chancletazo o

patadita siempre fuerte en el culo (ésta además de dolorosa era deshonrante), golpe con dos dedos

en el antebrazo, una rara pero denigrante: escupida de cerca a la cara o a la espalda, aplauso fuerte

con las dos manos abiertas en los cachetes de la cara del Basura, etc.

Finalizada la ronda se arrojaban de nuevo las chancletas, con lo que el anterior Basura tenía

ahora la posibilidad de venganza, o bien de sufrir un nuevo castigo. Este juego requería que de

antemano se definiera claramente la cantidad de rondas a desarrollar, aunque muchas veces quedaba

el dato un poco difuso y tras la primer ronda el que por ventura había salido Rey, luego de propinarle

una paliza demoledora al Basura, se retiraba. Esto generaba inmediatamente una rutinaria agarrada

a piñas.

Esa tarde Ángel estacionó con delicadeza su bicicleta contra la pared de mi casa, así que

canchereando me acerco a Walter y le digo: "Mirá cómo le afano la bici". Sigilosamente me acerco

al rodado, monto decidido y salgo lanzado hacia la calle, atrás quedaban los gritos de Ángel que me

exigía el retorno. Pero yo, haciéndome el piola, acelero más. Los pedales vuelan bajo mis Pampero,

llego a la esquina y atravieso el agua podrida a toda velocidad, salpicando bicicleta, pantalón,

pullover, cara, etc.

 

Paso por delante del 181 que está sorpresivamente esperando a uno que viene corriendo

como a mitad de cuadra. Doy un giro completo alrededor del colectivo y mientras coleo para rodear

la parte trasera del bondi trago una espesa bocanada de humo del caño de escape, humo negro que

se incrementa cuando el chofer inquieto pega fuertes y cortitas aceleradas para apurar al pasajero

retrasado.

Pego la vuelta y lo veo a Ángel que me está esperando recaliente. Intenta atraparme pero lo

esquivo con un hábil viraje y le grito: "Oooole, calentito". Doy vuelta a la manzana, es inútil que

Ángel intente correrme, vuelvo por la otra cuadra y coloco el rodado en el medio del hilo de agua de

la zanja cercana al cordón. A mi paso se abren dos lenguas del agua marrón que a esta altura mancha

toda la bici y a mí mismo. De los caños chorrea el asqueroso líquido servido.

En el siguiente encuentro con Ángel casi me detengo para hacerle burla y ahí es donde me

atrapa. Sin dejarme bajar de la bici me encaja un mamporro que de entrada me desubica. Tiro la

bicicleta al costado e intento una defensa, pero es inútil. El vago se me viene con todo y con una furia

incontenible. Mi cara recibe sin siquiera darme cuenta una andanada de piñas al mejor estilo

Bonavena. Me pegó hasta en el paladar, de izquierda, derecha, rectos, etc. Después de semejante

paliza casi no sentía dolor, sólo un zumbido sordo y todas las constelaciones juntas se arremolinaban

frente a mis ojos.

Después de un round totalmente desparejo que no sé cuánto duró pero que terminó porque

alguien me lo sacó de encima, me encuentro tirado en la vereda de la casa de Walter con las orejas

latiendo, los ojos compota entrecerrados y sangre por todos lados. Ahora sé lo que significa que te

caguen a palos. Taelo al escuchar la batahola y sin saber quién la originó pero con su querida

parcialidad siempre de mi lado, inmediatamente echa a Ángel de la cuadra, que agarra con bronca la

bici y se va. Después se acerca a socorrerme.

- Uy Betito, esta vez te la dieron, tranquilo que voy a buscar hielo.

Yo sigo en el suelo, observado con lástima por el resto de la barra que de poco se dispersa.

Lloro, las lágrimas se mezclan con la sangre y el agua podrida que todavía goteaba después del escape

en bici. Taelo vuelve con un trapo con hielo, mi vieja sale y al verme pega un grito sordo y trata de

limpiarme.

- Porqué te juntás con esa cría, no ves que te llevan por el mal camino, que con estos no aprendés

nada?

Mamá siempre tratando de minimizar el hecho y de ayudarme desde su óptica de madre

preocupada y maestra primaria responsable, no se da cuenta que hoy aprendí mucho. Costó bastante,

pero ahora sé lo que te pasa por hacerte el vivo.

Para el futuro tendré que mejorar un poco la guardia, pero quizá lo mejor que se puede hacer

en estos casos es no hacerse más el vivo y seguir siendo lo que uno realmente es, nada más ni nada

menos que un pibe del montón.

 

 


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